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Antonio Papell

El 'Brexit': razón y pasión

Las viejas democracias parlamentarias tienen juegos internos de frenos y contrapesos que impiden las derivas bruscas y fomentan avances progresivos, sin derrapes ni salidas de vía. Pero a veces, el recurso a la democracia directa desatenta el conjunto y desemboca en algún movimiento cataclísmico. Es el caso del Reino Unido, en el que la maligna conjunción de un primer ministro frívolo e irresponsable, con una grave crisis económica que ha complicado el fenómeno de la inmigración, y con el auge de los populismos en el tejido europeo han desembocado en un referéndum visceral en que las generaciones de más edad, inquietas por una dinámica de progreso que las arrolla y nostálgicas de tiempos imperiales de reconcentración e introspección, han tomado la delirante decisión de salir de Europa, de negar por tanto la geografía y la historia, para tratar de salvar y de mantenerse en un mundo idílico que ya no existe.

Si el Reino Unido hubiese sido fiel a la democracia que él mismo inventó y hubiera conducido los conflictos por la vía parlamentaria de la que nuca debieron salir, el problema no existiría. Los brexiters nunca hubieran logrado la masa crítica necesaria para vencer en una votación de los representantes ciudadanos en la Cámara de los Comunes. Pero Cameron, alocadamente, forzó el plebiscito para salvar su propia posición personal, sin preocuparse siquiera de garantizar una correcta información de lo que estaba en juego ni marcar límites, mayorías cualificadas que evitasen lo que finalmente ha sucedido: la ruptura del país en dos mitades casi idénticas. Las consecuencias están a la vista: muchos de los partidarios de la salida se arrepienten y ayudan a conseguir firmas para convocar otro referéndum; los propagandistas de la ruptura reconocen que falsearon los argumentos económicos; el Reino Unido está en shock porque corre peligro no sólo su prosperidad sino su integridad: Escocia e Irlanda amenazan con irse del país xenófobo e irresponsable al que están adheridos. A consecuencia de todo ello, empiezan a prodigarse arrepentimientos y rectificaciones, e incluso a barajarse la posibilidad de una rectificación a medio plazo.

En estas circunstancias, la primera reacción de la UE ha sido airada: puesto que han decidido marcharse, que lo hagan cuanto antes y sin ninguna ventaja; que vean lo desacertado de su opción. Y sin embargo, esta salida espontánea es poco inteligente, ya que la actitud sensata y razonable es precisamente la contraria: lo que la UE debe hacer ahora es buscar el mejor acomodo posible para el Reino Unido, que ha de poder permanecer en el mercado único si se aviene a seguir pagando una cuota; porque lo lógico es persuadir a quienes han sido nuestros socios de que la ruptura es el anacronismo y el pasado, porque las oportunidades están en la integración.

La marcha del Reino Unido, el país más remiso a la integración política, dará pie al resto del club europeo a acelerar la unión política y a culminar la unión financiera, en un proceso progresivo de federalización que en un cierto momento, deberá abarcar también al Reino Unido. Y, por supuesto, lo racional es que la UE colme las ambiciones europeístas de Escocia e Irlanda del Norte sin necesidad de que estas naciones se independicen.

En definitiva, hay que cauterizar la herida para que deje de sangrar en lugar de hurgar en ella para que se desangre el miembro que se separa del tronco. Negar la europeidad de Inglaterra, Gales, Escocia e Irlanda es como dudar de la entrelazada historia común o ignorar los vínculos culturales que ligan a Shakespeare con Goethe o con Cervantes. Dentro o fuera de la UE, el Reino Unido es parte apasionada de nosotros, y así hemos de considerarlo.

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