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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

Terremoto en Europa

La política no es un arte sencillo, precisamente porque no responde a una racionalidad estricta. En la primera línea abundan las cortinas de humo, la simulación, la utilería y la teatralidad. Uno de los principales líderes de la campaña a favor del 'brexit', Nigel Farage, no se recató en reconocer, el día siguiente al referéndum, que había mentido reiteradamente durante la campaña y que sus promesas eran falsas. Estas declaraciones provocaron la indignación, al sentirse engañados, de muchos de sus seguidores y la indiferencia de tantos otros que, al fin y al cabo, lo único que deseaban era ver confirmados sus prejuicios. En la política de masas, la propaganda se utiliza como un arma biológica que busca contagiar sentimientos y emociones primarias en lugar de plantear debates civilizados, con ideas, datos y cifras reales.

El resultado del referéndum británico pone sobre la mesa algunos de los riesgos asociados a lo que convencionalmente se denomina "nueva política". El 'brexit' constituye el primer triunfo claro del populismo global y de su narrativa del rencor, sobre todo si aceptamos que el caso griego fue un triste preludio alentado por los errores de la política germana. Con el paso del tiempo, no quedará más remedio que reinterpretar críticamente el papel de Alemania a lo largo de estos años: leer la política europea en clave de los intereses nacionales no ha sido un privilegio exclusivo de los partidos populistas ni de países díscolos como el Reino Unido, sino una constante tentación a la que ha sucumbido el proyecto comunitario en su conjunto. Paradójicamente, sólo un organismo independiente como el BCE ha apostado por una Europa más integrada y más solidaria, evitando en repetidas ocasiones el colapso del euro.

Lo característico del populismo es el rencor, el miedo y el ilusionismo. Como una maldición bíblica, su empeño consiste en dividir las naciones, sencillamente porque no cree en la libertad ni en la pluralidad y, de hecho, tampoco confía en el pueblo al que dice defender. La distinción maniquea entre buenos y malos, entre la gente y la casta, se sitúa en las antípodas de la conciencia ciudadana de la democracia, donde la ley rige igual para todos sin distinciones. El peculiar mito plebiscitario que confunde la democracia con un perpetuo derecho a decidir nos ha mostrado estos días sus graves limitaciones: ¿cuáles son las consecuencias de dividir una sociedad por un puñado de votos? ¿De qué pueblo hablamos? ¿Escocia contra Inglaterra? ¿Los jubilados contra los jóvenes? ¿Un 52% frente a un 48%? ¿Qué ficción es esta que rompe con cuatro décadas de integración europea, de legislación compartida, de intercambio comercial, de solidaridad mutua?

La primera consecuencia del 'brexit' ha sido el desplome de la bolsa europea. La segunda seguramente va a ser más compleja, ya que implica la reacción de la UE. Los socios de la Unión deben comprometerse con la pervivencia del euro y avanzar con más decisión hacia la integración fiscal, presupuestaria, militar y, ¿por qué no?, política. La alternativa supone mantenerse como un espacio de libre comercio, con sus indudables ventajas, pero también con contradicciones tan evidentes que difícilmente pueden garantizar la supervivencia de la moneda única. A día de hoy, el futuro de la UE se halla ante una disyuntiva: o más Europa o más soberanía, o una mejor Europa o el descrédito creciente de la Unión.

Alemania y Francia, España e Italia se enfrentan a sus propios demonios nacionales. La crisis económica ha acelerado la sentimentalización de la política. La confusión de los deseos con la realidad, de la utopía con lo posible, ha socavado muchas de las líneas Maginot de la UE, entre las que se incluye la imposibilidad de una marcha atrás. Desoyendo el consejo de un inglés universal, Isaiah Berlin, el Reino Unido ha decidido "atrasar el reloj", como si esto fuera conveniente. Londres y Bruselas pactarán en dos años un acuerdo aceptable para ambos -el comercio resulta en este sentido la mejor argamasa, como ha señalado repetidamente Juan Ignacio Crespo-, pero los riesgos para la Unión no han hecho sino empezar. Es la hora de la política y no de los lamentos por los errores cometidos. Y Berlín debe asumir su liderazgo no en clave nacional -la defensa de sus intereses-, sino a favor de ese milagro que es la Europa común.

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