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Matías Vallés

Las elecciones de los odiados

El Washington Post valora las presidenciales estadounidenses sin medias tintas, "El año de los odiados". El diario se refiere al rechazo generado por Donald Trump y Hillary Clinton, que carece de precedentes en anteriores comicios. Un 53 por ciento de encuestados muestra su rechazo al magnate, en tanto que la probable aspirante Demócrata alcanza el 37. Cifras demasiado elevadas para un país que adora por definición a sus triunfadores, si bien los datos cuentan con una traducción literal en España. El 26 de junio se celebrarán "Las elecciones de los odiados", porque los cuatro aspirantes principales purgan en su valoración personal la frustración por su incapacidad para pactar un Gobierno.

La globalización existe, después de todo. Así en Estados Unidos como en España, los candidatos han de extremar la vigilancia para no traspasar la frontera entre odiados y odiosos. Si en una campaña cualquiera se prodigan los lamentos sobre los mensajes tediosos, la sensación de rutina se acentuará en la segunda convocatoria en medio año, con cuatro protagonistas idénticos. Tal vez peca de precipitada la petición racional de que ninguno de los 350 diputados de diciembre pueda repetir en junio, tras haber fracasado estrepitosamente en su tarea. Sin embargo, se necesita valor para no mostrar ni la mínima rectificación en el elenco de cabezas de lista.

Si nada ha cambiado en los candidatos más odiados, cómo puede predecirse que algo va a modificarse a partir de las nuevas elecciones. En un panorama general manifiestamente mejorable, ningún partido presentaría a un candidato con la exigua valoración de Rajoy en los sondeos de su Gobierno. El presidente en funciones está agotando la enorme capacidad de decepción de los ciudadanos. El rechazo provocado por el aspirante contribuye a que el PP se consolide como el partido que nunca será votado por un contingente muy apreciable de los electores. Sin embargo, Rivera no logra fracturar definitivamente el espinazo electoral de los populares. A juzgar por los últimos resultados y por los sondeos en curso, Podemos ha supuesto para la izquierda un revulsivo que a Ciudadanos le cuesta reeditar en el espacio simétrico.

Los cabezas de lista al Congreso han logrado que el odio se concentre en sus personas antes que en sus partidos. Rajoy está peor valorado que el PP, y así sucesivamente. En una curiosa paradoja, esta disfunción patentiza la erosión de las siglas que simbolizan el bipartidismo, en tanto que se entregan a líderes incapaces de mantener el tirón del colectivo. Por fortuna para Podemos, no fue Pablo Iglesias quien escribió al dictador sudanés en petición de apoyo, como sí hizo Felipe González. La batería de acusaciones contra el número uno del partido emergente pretende que sus elevados índices de rechazo perjudiquen sensiblemente el recorrido electoral de su formación. Iglesias es un gran polarizador, sus maneras mesiánicas contribuyen a generarle odios y amores de intensidad paralela. Debe resolver el dilema sobre si necesita la tensión que genera para consolidar sus cifras actuales, o si se vería favorecido por una imagen más conciliadora.

El término más fácil de asociar con la peripecia actual de Pedro Sánchez es el estupor. El candidato socialista invoca como inminentes los pactos y conquistas de que ya dispuso entre enero y abril. La aproximación a los catalanes que ensaya ahora con timidez, pudo enhebrarse igualmente hace unos meses, dada la predisposición de Puigdemont. Y si Sánchez rechaza al PP para distanciarse de sus valedores, la única alternativa es un pacto con Podemos. Igual que en el 20D, aunque con dos desventajas fundamentales. De una parte, el PSOE puede perder su condición de segunda fuerza con tanto trasiego. De otra, los votantes socialistas verán dificultada la emisión de su sufragio, ante la estupefacción que les causa el único español que se negó a ser presidente del Gobierno cuando la investidura estaba en su mano.

Albert Rivera sería el candidato más tolerado entre los cuatro grandes odiados. Sin embargo, ha acostumbrado a la audiencia a vaivenes que le superponen un signo de interrogación, y que paralizan sus expectativas. Los pactos preelectorales incorporan al cuarteto a Alberto Garzón. El representante de Izquierda Unida no solo es el más joven, sino también el mejor valorado de los líderes de formaciones estatales. Su aceptación se ve matizada por su moderado grado de conocimiento. En tiempos agitados, se enfrenta a la disyuntiva entre dar rienda suelta a su ambición o controlarla hasta que llegue su momento, ese día en que los cabezas de lista dejen de ser detestados.

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