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Antonio Papell

Cataluña entra en campaña

Siendo como es Cataluña el principal problema actual de la democracia española, ha sido chocante que la cuestión no apareciera en la campaña previa a las elecciones del 20 de diciembre. Por fin, el PSOE ha decidido lanzar este espinoso asunto al debate, con la conciencia de que estamos sólo al principio de un largo proceso cuya suerte dependerá de la capacidad de reacción de los distintos actores del sistema, ya que cualquier salida definitiva del contencioso actual requiere amplios consensos, suficientes para hacer evolucionar la carta magna y reconsiderar nuestro sistema de organización territorial.

La propuesta socialista, conscientemente ambigua pero también lo bastante clara para abrir una vía de esperanza, propugna suscribir "un pacto político con Cataluña" que "reconozca su singularidad y mejore su autogobierno". Todo ello "respetando las implicaciones del principio de igualdad".

El "pacto político" de que se habla engarza con la Declaración de Granada de 2013, impulsada por Rubalcaba, que hoy por hoy es la base de la política territorial del PSOE. En efecto, dicho pacto debería plasmarse en una reforma constitucional, propuesta en el documento de Granada por varios motivos y entre ellos este: "Necesitamos reformar la Constitución se escribe para incorporar los hechos diferenciales y las singularidades políticas, institucionales, territoriales y lingüísticas que son expresión de nuestra diversidad". La bilateralidad con Cataluña, así como la que pudiera establecerse con las demás comunidades autónomas que quieran hacer constar su singularidad, no puede suponer privilegios ni merma de esa "igualdad" que se enfatiza convenientemente. De hecho, el PSOE ha sostenido siempre la necesidad de avanzar en una dirección federal, un horizonte racional al que en todo caso se ha dirigido nuestro estado de las autonomías, falto de mecanismos internos que le den funcionalidad (la conversión del Senado en una cámara de representación territorial es la medida principal que debería adoptarse en esa dirección).

Negar la asimetría del mapa español es una necedad, ya que la disparidad es obvia (idiomática, por ejemplo), de forma que lo que debería ocupar y preocupar a los pusilánimes barones socialistas más críticos en este inoportuno momento no es tanto la estabilidad de su sillón por la contestación que pueda recibir el reconocimiento de la evidencia cuanto la altura de miras que siempre ha sabido apreciar con refinamiento de juicio la opinión pública de este país. Porque con independencia de lo que digan algunos energúmenos del radicalismo catalán, la mayor parte de los nacionalistas y catalanistas quieren reconocimiento y no ventajas ni privilegios.

En definitiva, la solución del conflicto requiere voluntad de plantearlo y resolverlo; reforma constitucional para definir un sistema federal que englobe el modelo autonómico, mejore la financiación del conjunto, deslinde con claridad los ámbitos competenciales respectivos y atienda las singularidades que no rompan la equidad del conjunto; y, finalmente, reforma del Estatut de autonomía de Cataluña para entronizar la reforma Constitucional.

Este proceso no requeriría un referéndum sino dos: el primero, de reforma constitucional, extendido a todo el Estado, daría legitimidad al proyecto global. Y a través del segundo, los catalanes ratificarían su propio proyecto vital, que debería colmar sustancialmente y con inteligencia las aspiraciones de los dos colectivos que coexisten pacíficamente en Cataluña, el secesionista y el partidario de una fraternidad creativa entre los pueblos de España.

Por supuesto, el proyecto que ha enunciado el PSOE no está completo y es apenas un primer balbuceo que requiere elaboración y debate. Pero es un primer paso que los demás partidos deberían aceptar como lo que es: una invitación a dialogar para que Cataluña salga del vértigo y entre en una etapa nueva de fecunda razonabilidad.

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