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Eduardo Jordà

Estudiar

Hace tiempo vi en un museo un cuadro que me llamó la atención. Era un cuadro barroco que representaba a San Jerónimo en su estudio. San Jerónimo fue el primer traductor de la Biblia al latín, a partir del griego y del hebreo, y desde entonces pasó a ser un símbolo del conocimiento y de la erudición. En la historia del arte occidental hay muchos cuadros que representan a San Jerónimo trabajando en su estudio, casi siempre leyendo o escribiendo. Pero el cuadro que vi me llamó la atención porque junto a San Jerónimo un anciano demacrado y esquelético había una calavera, un reloj de arena, una vela agonizante y un crucifijo. Eso era todo. No sé quién pintó aquel cuadro no recuerdo el nombre, si es que me paré a buscarlo, pero estaba claro que el hecho de dedicar la vida al estudio, para aquel pintor, era en el fondo una actividad fatigosa y estéril. Y siniestra. Y peor aún, casi una tortura.

No era el único pintor clásico que representó a San Jerónimo en una situación muy poco envidiable. En un grabado famoso de Durero, San Jerónimo aparece con el ceño fruncido por un esfuerzo que parece superior a sus fuerzas. Caravaggio también representó a San Jerónimo en una situación muy poco placentera, con una calavera, unos libracos y una túnica vieja, sin nada que nos hiciera pensar que su vida podía ser agradable o digna de ser vivida con un mínimo de alegría o satisfacción. Georges de la Tour dignificó un poco al santo, y en su cuadro no pintó calaveras ni libracos, aunque sí representó a San Jerónimo con el pelo revuelto y una barba larga y descuidada, leyendo con la ayuda de unos quevedos un papel que tenía que acercarse mucho a la cara, como si casi ya no pudiera ver las letras. En otros cuadros del barroco también salía la inevitable calavera, la vela medio apagada y el estudio lleno de papelotes polvorientos en el que parecía colarse un frío de muerte. Sólo en un cuadro que yo conozca, el de Antonello da Messina, el estudio donde trabaja San Jerónimo está asociado al orden y la armonía: en ese cuadro todo es geométrico, limpio y luminoso. San Jerónimo está leyendo un libro y todo en él parece en paz, como si dedicarse al estudio, lejos de ser una maldición o una pesada carga, fuera una actividad que le procurase un raro placer. Y delante, en primera fila, se ve un pavo real, un animal muy raro para el estudio de un erudito, pero no tanto si se piensa que, en el arte cristiano antiguo, el pavo real representaba la idea de la resurrección de Cristo, y por tanto, de la inmortalidad.

Hoy en día, la imagen que prevalece del aprendizaje y del conocimiento no es la de Antonello da Messina, sino la de los pintores barrocos que lo asociaban con una actividad fúnebre y tediosa. Para los pedagogos, todo lo que signifique estudio o aprendizaje remite de inmediato a la siniestra calavera de la pintura barroca, así que todos los objetivos de la nueva pedagogía se han de centrar en evitarles a los niños el molesto trance de tener que aprender unos conocimientos que quizá los dejen ciegos o tarados para toda la vida. Y esa desconfianza se ha trasladado a la clase política, que ya ha iniciado una sorda campaña contra los deberes escolares, a remolque de las denuncias de unas cuantas madres traumatizadas o eso dicen ellas por la gigantesca tarea que los profesores imponen a sus hijos. Si no me equivoco, ya hubo una moción en contra de los deberes en no sé qué Parlamento autonómico. Y vendrán muchas más.

Pero Antonello da Messina tenía razón, porque aprender o estudiar puede ser una de las cosas más maravillosas que se puedan hacer en esta vida, por muy desprestigiada que ahora esté esa idea entre pedagogos y espectadores de Supervivientes y de Gran Hermano Vip. No parece que aprender le haya costado mucho a Mozart, que disfrutaba componiendo minués cuando no tenía ni cinco años. Por supuesto que Mozart era un genio, pero la alegría con que aprendía es lo que me interesa, porque esa alegría y esa pasión son las mismas que siente cualquier alumno normal del conservatorio que se prepara para tocar en una modesta banda municipal. Y lo mismo se podría decir de Bob Dylan o de John Lennon. La diversión y la alegría con que aprendieron y estudiaron todo lo que les llamaba la atención es lo que importa, porque no tiene nada que ver con el fúnebre cuadro de San Jerónimo y la calavera que tanto seduce a los pedagogos, sino con algo que quizá se pareciera mucho a la felicidad.

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