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Eduardo Jordà

Una visita de negocios

El otro día coincidí en el ascensor con dos comerciales de no sé qué empresa. Mientras subíamos sin decir nada, mirando al techo y contando el tiempo que faltaba para llegar, me fijé en ellos dos, de refilón, mirando por el espejo, tal como se suele hacer en los ascensores. El chico llevaba traje oscuro y corbata, una indumentaria demasiado elegante para una visita profesional. La chica llevaba un vestido más "casual", pero también iba bien vestida. Aunque aquel día llovía a cántaros, ellos no llevaban paraguas ni chubasquero, así que estaban empapados. La chica miraba unos papeles con aplomo, y de vez en cuando me dirigía una mirada de soslayo, también a través del espejo. Parecía muy segura de sí misma. El chico, en cambio estaba muy nervioso. Miraba al suelo, luego miraba al techo, luego me miraba a mí y de inmediato desviaba la vista. Debía de ser novato.

Aquellos dos comerciales iban al mismo piso que yo. Salimos juntos del ascensor. Preguntaron dónde estaba el piso D. Les dije que allí delante y que era mi casa. "Entonces tenemos que hablar con usted dijo la chica. Por la reclamación". "¿La reclamación? ¿Qué reclamación?" La chica miró sus papeles. Luego me preguntó nombre y dirección. Se los dije. "Pues sí, usted ha hecho una reclamación a la compañía eléctrica. Le han cobrado de más por una incidencia en el cobro de la calefacción". Yo no entendía nada. Intenté recordar si había hecho una reclamación. No, no la había hecho. "Está muy claro, aquí viene todo", repitió la chica mirando de nuevo sus papeles. Y entonces la chica dio un paso hacia delante y se colocó delante de la puerta. "Si nos permite entrar, copiaremos sus datos, usted firma la solicitud y le devolveremos el dinero".

Y entonces lo entendí todo. La vieja estafa del cobro indebido. Con la excusa de firmar una carta de reclamación en la que estuvieran todos tus datos (la domiciliación bancaria, tu NIF, el número de contrato), te encasquetaban unos servicios que no habías pedido o te cambiaban las condiciones del contrato. Incluso te podían cambiar de compañía sin que tú supieras nada. No era la primera vez que me había pasado. Desde el primer momento debería haberme dado cuenta. ¿Quién va a enviarte dos comerciales para devolverte un dinero que te han cobrado por error? Hay que ser muy iluso para creerse eso. Si te cobran alguna vez por error y tú te enteras, vas a tener que perder horas y horas en llamadas y en reclamaciones que encima te van a costar más dinero. Son las reglas del juego.

Pero darme cuenta del engaño no me facilitó las cosas. Más bien al contrario. Volví a mirar a aquellos dos falsos comerciales que decían representar a una compañía eléctrica. Ahora se habían apartado un poco de mí. La chica le dijo algo al chico sobre el contrato número tal y tal de la vivienda tal y tal. Hablaba con aplomo: estaba claro que conocía su oficio. Pero el chico se había puesto aún más nervioso. En vez de contestar a la chica, me sonrió con una sonrisa que resultaba demasiado aparatosa. Imaginé que había estado ensayando aquella sonrisa haciéndose "selfies" frente al espejo de otro ascensor, o quizá en el cuarto de baño. Noté que los dos estaban dejando un charco de agua en el suelo, de lo empapados que estaban. Quizá les prohibían llevar paraguas en sus visitas profesionales.

¿Cuánto les pagarían por hacer aquello? ¿Y en concepto de qué? Pensé en la sangre fría que requería hacer lo que estaban haciendo (una sangre fría que el chico no tenía), y más cuando subían con la "víctima" en el ascensor, en aquellos veinte o treinta segundos que habíamos pasado juntos allí dentro. Estaba claro que para ellos yo no era una presa, sino simplemente un objetivo comercial, alguien que les permitía tener un trabajo más o menos estable y ganarse unos euros, no muchos. Pero aun así, ellos sabían que nada de lo que decían era verdad y que su visita iba a costarme dinero. ¿Qué les contaban a sus amigos? ¿Y cómo definían su trabajo cuando le contaban su vida a alguien en un bar? Me hubiera gustado saberlo. ¿Y qué pasaba cuando les tocaba visitar a una abuelita que malvivía con una pensión, o a una madre con varios hijos y pinta de tener un trabajo tan precario y mal pagado como el suyo? En estos casos, ¿las dejaban ir sin timarlas y elegían a otras víctimas? ¿O aun así seguían adelante con ellas?

Cuando les abrí la puerta del ascensor, todas estas preguntas resonaban aún en mi cabeza.

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