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Norberto Alcover

La Europa soñada por Francisco

Escribo este artículo precisamente el día de la comunidad europea, lunes 9 del presente mayo. Pero es que, para colmo, mis palabras estarán destinadas a glosar y felicitarse/felicitarnos por el discurso pronunciado hace pocas jornadas, cuando el obispo de Roma y líder de la Iglesia católica, Francisco, recogía, en la misma Roma, el premio Carlomagno.

Lo he escrito muchas veces y lo repito: Francisco, como si de un excelente periodista se tratara, comunica cuanto piensa y siente con tantísima comprensibilidad y a su vez altura de miras, que, tal discurso emerge como una luminaria entre tanta oscuridad a que nos tienen acostumbrados la inmensa mayoría de nuestros hombres y mujeres públicos. Y es que Francisco hace gala de un muy vertebrado "humanismo cristiano", que ha creado la Europa soñada hace tantos años por los Schuman, De Gasperi y Adenauer, ese trípode que, al recuperarlo ahora, eleva el espíritu y permite necesitar lo que hemos perdido en juegos de ignominia materialista y de salón. Documento espléndido y que nos obliga a todos los europeos merecedores de tal nombre a emular a su autor en lo que seamos capaces, pero sobre todo, a formar parte de una sociedad y de una Iglesia ricas en testigos de la auténtica europeidad.

El texto del obispo de Roma, ciudad referencial para el entero mundo, y nada digamos para la misma Europa, tiene tres vectores estructurales, auténticos motores dinamizadores del conjunto del discurso. En primer lugar es un texto esperanzado por completo, en la medida en que Europa, cada uno de nosotros, seamos capaces de recuperar los valores fundadores en su momento: en una palabra, volver al Tratado de Roma. Claro está qué quienes fundan el tratado de Roma conjugan la fe y la razón, la mística con la praxis, el cristianismo con el humanismo. En su centro, el hombre europeo con su tradición de fraternidad cristiana, más allá de toda tentación objetual y economicista, que ha acabado por imponernos el capitalismo salvaje que vivimos y que hemos abonado todavía más a lo largo y ancho de la crisis todavía rampante. El hombre, insisto, en el centro de todo, pero un hombre completo, desde su derecho a la vida a su derecho a la cultura, desde su inalienable dignidad de hijo de Dios a su referencial tabla de imponentes derechos humanos, desde su libertad de expresión crítica a su respeto societario a las leyes legisladas, desde la admirable búsqueda de la riqueza a su distribución justa y equitativa. Un nuevo hombre es lo que constituye el gran sueño papal, sin regatear exigencias contundentes. Francisco clama en voz alta lo que muchos de nosotros no nos atrevemos a clamar ni en voz baja. Francisco carece de miedo, ni escénico ni tampoco teológico y cívico. A esto se le llama auténtica fe en Dios y en los hombres y mujeres de siempre.

En segundo lugar, estamos ante un texto que encuentre en la solidaridad la razón de ser de la esperanza anterior. Y lo expresa en palabras de Schuman: "Europa no se hará de una vez, ni en una obra de conjuntos: se hará gracias a realizaciones concretas, que creen en primer lugar una solidaridad de hecho". Entre nosotros, ya suena casi a vacío este asunto de la solidaridad. Pero si nos atreviéramos a decir "fraternidad evangélica" o "actuación samaritana" o "todo es de todos", por ejemplo, tal vez recuperaríamos el tremendo espíritu que representa bajarse del propio egoísmo para asumir al otro como parte del propio proyecto histórico. "Todos animados igualmente por el bien común de nuestras patrias europeas, de nuestra patria Europea", en palabras del gran De Gásperi. El bien común, una realidad tan antigua, traducido en solidaridad concreta que funda la esperanza. Insistir, pues, en lo que nos une y no empeñarnos en todo lo que nos separa y convierte en juguete roto, en nadería.

Y en tercer lugar, la juventud: "¿Cómo podemos hacer partícipes a nuestros jóvenes de esta construcción cuando les privamos del trabajo, del empleo digno que les permita desarrollarse a través de sus manos, su inteligencia y sus energías? La distribución justa de los bienes de la tierra y el trabajo humano no es mera filantropía. Es un deber moral". Francisco es clarísimo en sus advertencias y en sus soluciones, porque, por ejemplo, en el caso de la juventud no solicita "buenos sentimientos generacionales" antes bien entregar a esos jóvenes que nos sucederán lo que en justicia estricta les debemos y nunca acabamos de darles: "Tenemos que pasar de una economía líquida? a una economía social". He aquí lo que bien pudiera ser un punto y aparte de esta Europa decadente y decaída que demoniza a los refugiados, que vende armas a los asesinos, que mata a sus mejores hijos por comodidad. Una solidaridad esperanzada para una juventud realizada. He aquí el triplete condicional que recorre este documento privilegiado de un hombre que tiene sabor tanto a humanidad como a Evangelio.

Cierro estas líneas escritas, insisto en el dato, en este día de la comunidad europea, con la referencia ya citada a la responsabilidad de los creyentes católicos: "Sólo una Iglesia rica en testigos podrá llevar de nuevo el agua pura del evangelio a las raíces de Europa". Es la enésima llamada a una sabia inculturación en la misma tierra europea de los creyentes europeos. Es, una vez más, el estruendo de los tambores del riesgo civil, cultural y hasta sociopolítico, en un seguimiento de Jesucristo tal y como fue en realidad. Es el sueño de un hombre íntegro que, venido de tierras latinoamericanas, habita en Roma, corazón de Europa, y la siente como propia. Se llama Francisco y es el único profeta fiable que tenemos.

Es el momento de tomar buena nota de sus palabras, y ponernos a soñar con él esa Europa que necesitamos.

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