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Antonio Papell

Partidos: memoria de la Restauración

El parangón entre la Transición española, que arrancó con la muerte del dictador Francisco Franco en 1975, y la etapa de la Restauración borbónica que dio comienzo un siglo antes, en 1875 en realidad, el 29 de diciembre de 1874, tras un periodo revolucionario que arrancó en 1868, es ya un tópico de la historiografía contemporánea, pero hay un aspecto concreto de ambos procesos, citado por López Burniol en un artículo reciente, que merece alguna atención: en ambos casos, la ineficacia de los partidos políticos ha dado lugar a sendas crisis. A partir de 2010, los partidos turnantes, el conservador y el liberal, que representaban en realidad a la misma oligarquía, dejaron fuera del sistema a la burguesía emergente y a la clase trabajadora que se estaba formando al socaire de la revolución industrial. La crisis del régimen se intentó paliar mediante gobiernos de concentración, que también fracasaron. Y en 1923, como explica Pabón en su monumental Cambó 1876-1947, Alfonso XIII participaba de la idea de que "no había salida normal para la gravísima situación pública" por lo que barruntó la idea de poner el poder en manos de la Junta de Defensa Nacional. Y en aquella coyuntura, el Rey pidió consejo a Maura, quien le contestó por escrito en agosto de aquel año, presagiando un "desenlace funesto si el Rey tomase sobre sí las funciones del Gobierno para ejercerlas directamente". Maura rechazaba la utilización de los gobiernos de partido porque "se han hecho incapaces de gobernar nuestros actuales partidos, sin exceptuar a ninguno"; también descartaba los gobiernos de concentración, y, en definitiva, negaba que existiera "órgano del cual se pueda valer la Corona constitucionalmente?", con lo cual dejaba la puerta abierta a la dictadura de Primo de Rivera, de catastróficas consecuencias para la dinastía borbónica y para el país.

Aquel severo diagnóstico maurista tiene, salvando las distancias, cierta oportunidad hoy día, cuando nos aprestamos a unas nuevas elecciones generales porque los partidos han sido literalmente incapaces y no hay rastro de desmesura en el adjetivo de pactar una fórmula de gobernabilidad. La impotencia del sistema representativo a este respecto es inquietante porque, después de que el cuerpo social reconociera que los viejos partidos no eran capaces de representar a todas las sensibilidades políticas y alumbrara dos nuevas formaciones, hemos visto con estupor que las viejas inercias se contagiaban rápidamente a las organizaciones nuevas, de modo que el inquietante hábito de anteponer el interés partidario al interés general se ha extendido inmediatamente a todos los actores del modelo renovado.

Se ha insistido, y con razón, en que la incapacidad manifestada por las fuerzas políticas no es una patología grave ya que la situación actual está prevista constitucionalmente. Sin embargo, es falso que estos largos periodos de desgobierno sean habituales en Europa. Los expertos en ciencia política véase, por ejemplo, El fracaso de la formación de gobierno en España y las reglas de investidura de Natalia Ajenjo se han ocupado de destacar la singularidad del caso español, que como mínimo refleja "la inoperancia efectiva de las reglas existentes", lo que sugiere que no estaría mal considerar la pertinencia de cambiar la norma constitucional para evitar en el futuro estos periodos de provisionalidad.

En cualquier caso, y ante el anuncio efectuado por los demógrafos a través de las encuestas de que no cabe esperar que el 26J se obtengan resultados muy diferentes de los que se registraron el 20D, conviene que la opinión pública refuerce la presión sobre los partidos en el sentido de advertirles que no resultaría tolerable que después de repetidas las elecciones se mantuviera la incapacidad de pactar.

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