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Pilar Garcés

El desliz

Pilar Garcés

Stop casoplones en el Molinar

Otra vez la piqueta en la bellísima primera línea del Molinar de Palma, tirando abajo una de esas casas imponentes que hemos mirado durante años con envidia. Esta en concreto la conocíamos bien porque albergó varios restaurantes, y pudimos curiosear sus salones de techos altos y alacenas elegantes, su fresco jardín interior. La mejor terraza del mundo, ante un horizonte limpio barrido por la brisa. Pues ya es historia. Vayan ustedes a saber qué levantarán en su lugar. Últimamente se han puesto de moda en el barrio los casoplones con forma de cubo y ventanales gigantescos que al cerrarse con sus verjas domóticas se convierten en búnkers infranqueables. Los ricos nuevos residentes en la zona los diseminan por las parcelas que compran a precio de oro, sin importarles que se den bofetadas con el entorno. Los vecinos les interesan más bien poco, a la vista está. Se enamoran del recoleto y tranquilo barrio de pescadores, y luego lo afean a conciencia construyendo delante del mar unos bloques que perfectamente podrían situarse en la periferia de Colonia o en algún polígono industrial de Oslo. Con sus chimeneas y sus aires acondicionados, sus budas de dos metros en el balcón, su exhibición de diseño nórdico y sus horrorosas sombrillas de paja colocadas tan estratégicamente que es imposible no verlas si miras la iglesia reclamando un milagro. Un milagrito, Señor, que salve de la extinción los tejados de dos aguas, las fachadas limpias y las sobrias persianas mallorquinas, un invento que condensa la sabiduría constructiva isleña de generaciones. Los potentados recién llegados al Molinar les tienen fobia a las persianas mallorquinas y visten de lino blanco en enero, aunque esto no es Eivissa. Prefieren el color rata y el mármol para sus fachadas antes que los ocres y el marés de siempre. También consideran imprescindible para sus viviendas una piscina grande a dos metros de la playa. Con su abundante cloro contrarrestan el olor a salitre del Mediterráneo.

Muy pronto no reconoceremos este Molinar en venta al mejor postor, que soporta una presión inmobiliaria brutal. Un lugar que invita a sus vecinos de toda la vida a marcharse para dejar paso a inquilinos con más posibles. La característica fisonomía del barrio amenazado por la construcción de un macropuerto está en peligro, si no resulta ya irrecuperable. Casoplones que merecen súperyates planean sobre el que fue humilde rincón marinero. No hablan de este tema los arquitectos muy implicados en la salvación del churro de sa Feixina, ni el Ayuntamiento. No les debe preocupar. Aunque parezca increíble, no existe una normativa local que marque lo que se puede hacer y lo que no al construir o rehabilitar, como mínimo en la primera línea, no hay código que preserve el patrimonio visual de la ciudad en este rincón frágil y catalogue los elementos valiosos. En el País Dogón de Mali, en las aldeas de Indonesia o en los pueblos del Pirineo hay leyes que impiden a los forasteros hacerse una casa en forma de castillo o de pagoda que estropee las idílicas postales que son su cultura y su sustento, si no se les prohíbe directamente la propiedad. En algunos municipios de Mallorca también se ha legislado al respecto porque ya se sabe que la uralita es barata y socorrida. En Palma nos hemos dedicado a otros menesteres, no me pregunten cuáles. El resultado de confiar en el buen gusto de los particulares salta a la vista. Como un buen puñetazo.

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