Ante el fin de esta brevísima legislatura y la convocatoria de unas nuevas elecciones generales, debemos extraer de lo sucedido durante estos meses de frivolidad y vodevil las lecciones oportunas y plantear los interrogantes que quedan por despejar. Por razones de espacio, en este artículo me referiré sólo a dos de las cuestiones que como constitucionalista me preocupan.

1. Hay quien ve en la imposibilidad de los grupos parlamentarios de concertar la designación de un presidente del Gobierno la consecuencia ineluctable de la existencia de un artilugio importado de Alemania denominado moción de censura constructiva. Como es sabido, para derribar al Gobierno exige la Constitución que la moción de censura, además de obtener la mayoría absoluta del Congreso, debe contener un candidato a la presidencia del Ejecutivo, lo que deviene un empeño prácticamente imposible y blinda al líder que en su día obtuvo la investidura de la Cámara.

Ahora bien, que este mecanismo (sumamente pernicioso, desde luego, para el parlamentarismo en nuestro país, tanto a nivel estatal como autonómico) nada tiene que ver con la mayor o menor proclividad a los acuerdos interpartidarios de investidura, no sólo lo demuestra la exitosa experiencia alemana de los gabinetes de coalición, sino el hecho de que hasta ahora, si bien España no ha conocido en el plano nacional tales gabinetes, los partidos con mayoría relativa en el Congreso habían concitado el apoyo de otras formaciones políticas (generalmente las nacionalistas) en el proceso de investidura presidencial. ¿Qué cambió esta vez?

Ha habido, ante todo, una mayor fragmentación en la composición del Congreso y una merma considerable del número de diputados del PP y del PSOE, los partidos hegemónicos durante 35 años. Ha habido también la conversión de los nacionalistas catalanes en fuerzas antisistema. Ha habido igualmente, por la izquierda, un nuevo partido, Podemos, carente de consistencia política unitaria desde una perspectiva territorial (ahí están las llamadas "confluencias" que desvirtúan su unicidad) y dividido en facciones (pablismo y errejonismo) que comprometen su unidad de acción. Ha habido así mismo un PSOE cuyo veto radical y absoluto al PP, que promete mantener tras los próximos comicios, ha imposibilitado el pacto más solvente de todos los posibles: el conducente a un Gobierno de regeneración nacional apoyado por el impulso modernizador de Ciudadanos. El acuerdo PSOE-C's, ratificado por las bases socialistas, revela que un Gabinete transversal de esas características no constituye una utopía. Sólo falta que los dirigentes del PSOE maduren y se olviden del retrovisor de la Historia, de la que además forman parte episodios de menor escrupulosidad ideológica, como el de la colaboración con la dictadura de Primo de Rivera. Ha habido, en fin, por la derecha, un PP continuamente salpicado por los escándalos de corrupción que, fiel al dontancredismo de Rajoy, en lugar de moverse hacia el centro a través de modulaciones programáticas, se ha limitado a ofrecer a los posibles socios un mero contrato de adhesión sin dejar de repetir que había ganado las elecciones.

2. Acerca del papel desempeñado por el Rey y por el presidente del Congreso en el procedimiento de investidura albergo algunos reparos. Tal como reza el artículo 99 de la Constitución, el Rey no "encarga" a alguien la formación de Gobierno (encargo típico de ciertos jefes de Estado republicanos), sino que, a través del presidente del Congreso, "propone" a la Cámara un candidato. Quiere ello decir que los candidatos propuestos no precisan en absoluto de la confianza regia, sino únicamente la de la Asamblea cuya investidura solicitan. En consecuencia, tras la ronda de consultas con los líderes de los partidos que tienen asiento en el Congreso, el Rey solamente debe proponer como candidato a aquel cuyo respaldo parlamentario le consta anticipadamente a la vista del resultado de tales consultas. Y si nadie cuenta con ese respaldo, a nadie ha de proponer el Rey, que, según mi opinión, no debe realizar propuestas prospectivas, sino basadas en expectativas fundadas.

¿Qué ha ocurrido en realidad? Justo lo contrario. Primero, el Rey "ofreció" a Mariano Rajoy proponerle como candidato no porque los líderes consultados le hubieran asegurado el apoyo mayoritario a semejante candidatura, al menos en la segunda vuelta, sino porque se trataba del jefe del partido con más sufragios en las elecciones del 20 de diciembre. Este error de enfoque constitucional dicho sea con toda modestia le condujo luego a proponer a Pedro Sánchez como líder del segundo partido en número de escaños. Todo cuanto vino después ha sido un disparate. Por supuesto, Sánchez no contaba ex ante con los votos suficientes para ser investido ni siquiera en la repesca. Entonces el presidente del Congreso, ejerciendo una función propia del presidente de una República, le "concede" un mes para buscar esos votos. ¿En qué ha quedado, pues, el papel del Rey? ¿Quién debe ser, en el procedimiento de investidura, el creador de consensos cuando los vetos mutuos o las actitudes maximalistas de los partidos bloquean la formación de un nuevo Gobierno? Si el Rey se circunscribe a una tarea de simple impulso procedimental y a certificar finalmente, sin actividad mediadora alguna, el fracaso de los intentos de investidura, ¿qué significa entonces la función que la Constitución le atribuye de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones? Puede que una actitud estrictamente notarial ocasione un menor desgaste político a la Corona. O puede que genere el efecto opuesto, porque el descrédito de los partidos ante este monumental fracaso de la capacidad de pactar terminará por afectar a todos los actores institucionales del Estado democrático.

* Catedrático de Derecho Constitucional