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Antonio Papell

Coaliciones y regeneración

La idea de una "gran coalición" nunca ha tenido adeptos en nuestro país, que siempre ha creído y así se ha escrito con reiteración en los análisis que en nuestra coyuntura sólo se justificaría tal alianza en casos de verdadera emergencia nacional. La corrupción, que nos ronda desde hace muchos años a veces parece que es un acontecimiento reciente, pero esta sensación es engañosa no ha sido ajena al rechazo al pacto entre los hasta hace poco partidos hegemónicos. La connivencia de políticos, sindicalistas y empresarios en los consejos de las cajas de ahorros quebradas, en las que se han descubierto manejos inaceptables, ha contribuido lógicamente a exigir que el poder y la oposición desempeñen con aprovechamiento sus respectivos roles; y el de la oposición consiste en controlar al poder, no en aliarse con él.

La nueva correlación de fuerzas surgida del 20D, y la que previsiblemente resultará del 26J, obliga sin embargo a alianzas. Y en el conjunto de argumentos a favor y en contra que manejan los diferentes partidos, se ha introducido uno de gran fortaleza, que en la práctica ha impedido la decantación de una fórmula de gobernabilidad: Albert Rivera y Pedro Sánchez han sostenido la tesis de que no se puede pactar con el PP hasta que esta formación política haya llevado a cabo una regeneración interna que deje atrás los insoportables y múltiples episodios de corrupción de los últimos tiempos, que todavía se están investigando y sustanciando ante los tribunales.

Probablemente, la opinión pública no entendería otra cosa. No puede ser ni ahora ni después del 26J que se lance el mensaje de que la corrupción no importa, por lo que el PP puede seguir gobernando tranquilamente con los apoyos que necesite como si nada hubiera ocurrido. Pero hay que actuar con realismo, sin obligar a que las formaciones políticas o el propio sistema hayan de someterse a presiones paralizantes. Porque es hipócrita convertir ahora la corrupción en el tótem del que depende nuestro futuro. Y para muestra un ejemplo tomado al azar: en noviembre del 2009, el fiscal general del Estado, Cándido Conde-Pumpido, revelaba en su comparecencia anual en la Cámara Baja que de las 730 causas abiertas en aquellos momentos por corrupción política, 268 afectaban al PSOE y 200 al PP. La lista se completaba con 43 procedimientos que concernían a Coalición Canaria, 30 a CiU, 24 al Partido Andalucista, 20 a IU, 17 al GIL, 7 a Unió Mallorquina, 5 a ERC, 3 al BNG y al PNV y 1 a ANV y a Eusko Alkartasuna. A ellos había que añadir 67 investigaciones contra miembros de partidos de implantación local, 16 contra imputados independientes y 72 en los que no constaba la filiación política de los encausados.

Es evidente que los últimos episodios el caso Bárcenas y el conjunto de escándalos populares en Madrid y Valencia desbordan todo lo anterior, pero también lo es que los vetos no son sostenibles si de verdad se quiere conseguir acuerdos y han de convertirse por tanto en condiciones. Así por ejemplo, sería lógico que cualquier pacto de fondo con el PP fuera acompañado de otro acuerdo sobre medidas anticorrupción que incluyese relevos y asunción de responsabilidades, de suficiente envergadura y lo bastante convincente como para ser aceptado por una ciudadanía que está lógicamente muy airada. Después de todo, nadie debería cometer la ingenuidad de creer que se va a acabar súbitamente con la corrupción: lo más que puede pretenderse es que haya controles tan estrictos que resulte sumamente difícil apropiarse del dinero público, y que los castigos van a ser tan severos que producirán un singular efecto disuasorio. Pero no se puede ir más allá.

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