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Daniel Capó

Una casa dividida

La política española vive inmersa en una ficción peligrosa. El problema de estos relatos es que asistimos impotentes a una representación teatral trufada de mentiras y de engañosos señuelos. Serían las sirenas que acechan con su canto, como una trampa, el retorno de Ulises en La odisea. Bajo una mascarada de aparentes verdades, la política se ha convertido en un agujero negro que engulle a toda velocidad el prestigio de las instituciones y la credibilidad de los partidos. Pero es preciso distinguir entre el poder inmediato de los gobiernos y las tendencias de fondo que operan con independencia del control gubernamental.

Rajoy ha permanecido fiel a su estilo, mientras a su alrededor los galeones de su partido se van hundiendo. Rajoy sabe que, en la situación actual, el mero hecho de resistir garantiza una mejor posición de ataque que el nerviosismo de la hiperactividad. También sabe que, tras una segunda ronda, su aislamiento a la hora de negociar pactos no puede ir a peor. A su favor juega la debilidad del candidato socialista, expuesto al fuego amigo desde el primer minuto e incapaz de lograr acuerdos estables con la nueva izquierda. En cierto modo, es lógico que haya sido así. La única posibilidad de gobierno para el PSOE pasaba por una gran coalición y no por un pacto antinatura entre C's y Podemos. Iglesias, en cambio, anhela la opción de un sorpasso que resultaría devastador para los socialistas. Dudo mucho que lo consiga, aunque no debemos olvidar que, mientras el PSOE sólo aspira a gobernar el país, Podemos busca reinventar el lenguaje político en España y obtener la hegemonía cultural en la izquierda. Los planos son diferentes: el PSOE se mueve en el campo de la democracia clásica; Podemos, no. El PSOE quiere llegar al gobierno del país; Podemos, superar el marco constitucional y reemplazar las instituciones. Finalmente queda, como cuarto actor destacado, el partido de Albert Rivera, que utilizará el relato centrista de haber conseguido frenar el pacto del PSOE con la izquierda radical y sus confluencias nacionalistas, así como su disposición a formar una gran coalición. Todavía es pronto para saber cómo se lo agradecerán sus electores del ala centroderecha.

Por supuesto, en España y en Europa hay en juego mucho más que la elección de unos cuantos gobiernos. La pregunta crucial que nos acucia es otra y afecta al modelo de democracia: ¿seguimos prefiriendo un régimen constitucional, anclado en el voto popular, la representación parlamentaria y el papel modulador de leyes o, por el contrario, nos dirigimos hacia una democracia de carácter plebiscitario que desprecia el valor de la estabilidad?¿Podrán las desprestigiadas instituciones liberales resistir el embate de la retórica populista o, por el contrario, nos enfrentamos a un escenario radicalmente nuevo que se alimenta de ficciones utópicas? En el primer caso, las instituciones y la flexibilidad del marco liberal deberían ser suficientes para terminar neutralizando las amenazas de la nueva política. En el segundo, ese marco sería superado, lo que nos conduciría a una dialéctica maniquea que divide a la ciudadanía en buenos y malos, en amigos y enemigos.

Entre los elementos más peligrosos de estos últimos años se encuentra el uso, por parte de algunos partidos políticos, de los sentimientos de odio y miedo. Por un lado, el temor del statu quo a realizar cualquier reforma que pueda recortar mínimamente su ristra de privilegios. Por el otro, la rabia y el resentimiento utilizados como herramienta para socavar la confianza social. Una casa dividida no puede perdurar, afirmó Abraham Lincoln en 1858. Una sociedad dividida constituye el mayor riesgo que corre cualquier democracia. Y es lo que, desde la responsabilidad, hay que evitar a toda costa.

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