Diario de Mallorca

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Daniel Capó

Bajo tierra

En los relatos de André Gide, los veranos equivalían al insistente zumbido de las moscas. O, al menos, así creo recordar de mis lecturas adolescentes. También los veranos de mi niñez fueron lentos y repetitivos en el huerto de mis abuelos, bajo un sol mediterráneo. Era un mundo viejo y nuevo a la vez. Viejo, porque se mantenían algunos ritos que ahora resultan poco comunes: las largas jornadas, el horario solar, la recolección manual de las almendras, el agua corriendo en las acequias, las oraciones antes de ir a dormir, el televisor todavía en blanco y negro, la luz del sol entre los naranjos y los olivos, la fascinación por las estrellas en un cielo virginal, aún sin contaminar. Nuevo, porque la infancia es la novedad y también la inocencia y el juego y la sorpresa. Recuerdo, eso sí, las largas horas que se prolongaban monótonas, en un ocio aburrido que inventaba mundos y anhelos. Yo era un niño rodeado de adultos, de libros y de la naturaleza agostada del verano. Era un niño con todo el tiempo del mundo.

Además de contemplar las estrellas, mi otra pasión infantil fue la arqueología: al final, lo lejano en el espacio o en el tiempo. Cogía pala, cubo y gorro, y me ponía, bajo el vuelo de las moscas, a excavar la tierra yerma del campo de mis abuelos. Nunca encontré nada. Y nada es nada: ni si quiera el cadáver de un animal, un hueso enterrado, una moneda de cinco duros, una bala de cuando la guerra o un cartucho; sólo piedras y roca. Supuse que vivía en una tierra sin historia, o quizás lo pienso únicamente ahora y entonces no pensaba en nada y persistía en el raro empeño de localizar un palacio romano bajo nuestro huerto o el trazado de una Pompeya o el tesoro oculto de unos piratas. El alimento de la infancia son los sueños. Y lo asombroso de los sueños es que se hacen realidad... A veces.

Es lo que le ha sucedido a un jubilado inglés, Luke Irwin, mientras instalaba un cable eléctrico en el jardín de su casa, en Wiltshire. La sorpresa fue enorme al descubrir un enorme mosaico en perfecto estado de conservación, perteneciente probablemente a una villa romana. Los especialistas del museo arqueológico han datado las ruinas en el siglo II o a principios del III d. C., como muy tarde, y lo han tildado de hallazgo extraordinario: uno de los más importantes que han tenido lugar en el Reino Unido a lo largo de estas últimas décadas.

Alguien ha escrito que la arqueología constituye la ciencia del dolor y así es en gran medida. Pero también lo es de la sorpresa, de la reflexión y de la belleza. Como adulto, sé que difícilmente los sueños de mi niñez se cumplirán en su totalidad. En lugar de volar a la luna o descubrir una Palmira, me tendré que conformar con visitar el Observatorio del Roque de los Muchachos o recorrer como turista las salas del Museo Británico o las calles empedradas de Herculano. Pero no pasa nada. Lo importante es lo que simboliza el descubrimiento de Irwin. Primero, que las sorpresas son posibles. Y, después, que por debajo de la realidad más inmediata no sólo se esconde el caos o la barbarie, sino también la belleza de un mosaico preservado del paso del tiempo y que todavía hoy, dos milenios más tarde, puede seguir alumbrando nuestras vidas.

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