Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Grafiti de bienvenida

Se anuncia una ocupación escandalosa de turistas durante este verano en Mallorca. Lo llaman saturación. Aunque, para los autores de las pintadas, la palabra "ocupación" puede resultar bastante más adecuada. Ya saben: fuerzas de ocupación. En este caso, sin K. Hay aquí un gran dilema, un desgarro entre el nativo y el visitante. Y, como siempre, lo que puede trastornar la convivencia y, de hecho, la está trastornando no es el turista en sí, faltaría más, sino el desparrame y la sensación de que la isla está literalmente tomada. Dilema, pues a nadie le gusta convivir con la masa turística por mucho dinero que ésta deje en las arcas. Pero, amigos, ésta es la industria que tenemos, el monocultivo por el que hemos apostado y, sin duda, hay que apechugar. Hace ya tiempo que nos quejamos por exceso. No suscribiríamos esas pintadas. Tampoco seríamos sus autores. Sin embargo, al leerlas y repasarlas, hay algo que nos incomoda, que nos quema. Nos decimos que esos autores de las pintadas son unos cafres, unos descerebrados, unos suicidas que arrojan piedras sobre su tejado, que los terroristas son ellos por pretender dinamitar esa colosal fuente de ingresos. Nos indignamos con sinceridad o, en fin, simulamos un enfado bajo el cual late lo que no deseamos escuchar: que en verdad estamos hartos de tanto turista. Un momento: que estamos, en verdad, también hartos de nosotros mismos.

No se trata de pasar por irresponsables o por terroristas de baja intensidad, por decirlo de alguna manera. No, claro. Ahora bien, cuántas veces nos hemos quejado de la masificación turística, de ese modelo algo brutal que si continúa a este ritmo puede secar los recursos naturales, la paciencia del ciudadano y la estética del lugar. Hay algo ambivalente e incordiante, una dicotomía que nos escuece. Por un lado, querríamos unos visitantes cultos y pulcros y de alto poder adquisitivo para que fueran depositando sus huevos de oro en la isla. Por otro lado, necesitamos de la industria pesada, es decir, del turista de bajo vuelo, cutre y multitudinario. Porque lo del turismo cultural es una farsa que nos hemos inventado para lavarnos la cara de fenicios. Nos importa un bledo Ramón Llull, quien sólo nos sirve para pornerle el nombre a un instituto y algún premio.

Nuestra estética de sujetos equilibrados nos dice, es un decir, que preferiríamos tomar como ejemplo La Rioja, con su más que aceptable y tranquilo nivel de vida, sus excelentes vinos y sus turistas nada invasivos y muy respetuosos. Seguramente, hacen menos caja que nosotros, pero esa caja sabe mucho mejor que este desparrame en el que estamos viviendo, con su locura de ciclistas que atestan las carreteras y ponen su vida en peligro y la salud mental de los conductores. Mallorca, diseñada para la calma, se está volviendo una isla tensa e irritada. Aceptamos el lío de Madrid, Nueva York o Roma, pues entra en su naturaleza de ciudades convulsas y algo hiperactivas, pero llevamos mal, muy mal que Palma y, por extensión, la isla adquiera un ritmo frenético y algo histérico. Una isla atiborrada pronto muestra su condición de ratonera.

El turista se acaba de enterar de la detención de un miembro de la Yihad y acaba de leer los grafiti de bienvenida en las calles de Palma. No estoy en la piel de ellos, pero sospecho que la mayoría se ha tomado las acusaciones de terrorismo con suma deportividad, como si fuese una atracción turística más. Tales grafiti podrían funcionar como un reclamo inverso. Los expertos en publicidad ya conocen la eficacia de la antipublicidad. Un enunciado ofensivo que invita al rechazo, a veces funciona como una fórmula de éxito. Los turistas pueden llegar a comprender que incluso en Mallorca, isla templada de ánimos, habiten individuos radicales y fanáticos, indígenas que ansían pureza y que, por tanto, detestan toda visita, que ellos ven como una intrusión. Son frases burdas y simplonas pero que, precisamente por ello, nos invitan a reflexionar, a repensar un modelo que puede acabar estallando de éxito. No todas las muertes son de inanición. Las hay, sin duda, producidas a causa de la gula.

Por otro lado, toda ciudad que se precie amanece con pintadas que nos irritan, nos exaltan, nos sublevan o, en fin, nos hacen sonreír y celebrar la ocurrencia y, a veces, la genialidad del poeta urbano. No es este caso. Aquí ha habido atentados, amenazas de bomba y bombas que explotaron, detenciones de yihadistas, pintadas antiturísticas. Los turistas, lejos arredrarse y ajenos al desaliento, continuarán llegando. Y no sólo eso: la temporada será de órdago, algo nunca visto. La ocupación será total. No teman. No lloriqueen. Nos sean mimados. El turismo no se resentirá por cuatro pintadas de mal gusto. Y si hay algún turista medroso que a última hora cambie de destino por miedo a leer barbaridades, pues oiga, qué le vamos a hacer.

El problema será el día en que los propios turistas no se soporten entre sí. Cuando se sientan invadidos por ellos mismos.

Compartir el artículo

stats