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Jose Jaume

En crisis y todo en funciones

Ni en los tiempos de mayor inestabilidad política de la primera mitad del pasado siglo, excepción hecha de la tragedia de la Guerra Civil, nos topamos con un período como el que atravesamos: transcurridos cuatro meses desde las elecciones generales seguimos con el Gobierno en funciones, que, además, se niega tanto empecinada como antidemocráticamente a ser controlado por el Congreso surgido de los comicios. La interinidad se agrava por la sucesión de escándalos de corrupción que sacuden al partido que, en funciones, pero en ejercicio, sigue siendo el gubernamental. El despropósito no puede ser mayor: un ministro, el de Industria, José Manuel Soria, miente descaradamente al negar su participación en una sociedad radicada en un paraíso fiscal, pero a sus colegas de Gabinete les falta tiempo para proclamar su honestidad, que es refrendada, con la habitual zafiedad, por el portavoz parlamentario del PP, Rafael Hernando.

El estropicio no cesa: se detiene por delito urbanístico al alcalde popular de Granada, que, al igual que el ministro Soria, habla de una conspiración en su contra. En Madrid, la presidenta regional destituye a otro alto cargo al haber aparecido en los papeles de Panamá. El destrozo se redondea con la multa de 70 mil euros que Hacienda la ha endilgado a José María Aznar, a los que hay que añadir otros 200.000 de la obligada completaria para saldar su asunto con el fisco. Semana completa la del PP.

Se aguarda lo que tenga a bien decir Mariano Rajoy, atrincherado en Moncloa, esperando a que se consuman las semanas que faltan para la disolución de las Cortes y la convocatoria de nuevas elecciones, con lo que se garantiza seguir en funciones hasta bien entrado agosto y, si los dioses le son propicios, quién sabe si más allá, porque en el PP han concluido que la corrupción ha dejado de penalizarles, por lo que el 26 de junio pueden mejorar los resultados del 20 de diciembre. No aclaran en qué consiste la mejora. Se supone que en la eventualidad de que junto a Ciudadanos, partido que machacan a conciencia, obtengan la mayoría necesaria por la que suspira Rajoy. Veremos.

El parte de situación es lamentable. Establezcamos las siempre indeseadas comparaciones: la sucesión de rápidos e inestables gobiernos que se sucedieron durante buena parte de la monarquía de Alfonso XIII, el bisabuelo de Felipe VI, fue el paradigma de la crisis institucional, política y social que se abatió sobre España tras el desastre de 1898, cuando las postreras colonias (Cuba, Filipinas, Guam y Puerto Rico) se perdieron tras la guerra con los Estados Unidos. Aquel desfondamiento, que alumbró una nómina de intelectuales de talla descomunal (hoy se les anhela infructuosamente), produjo, tres décadas después, el abortado proyecto modernizador que encarnó la Segunda República. Lo que vino después fue la guerra y la dictadura, la más sanguinaria de cuantas ha tenido España la desgracia de padecer.

Marchitados los esperanzados años de la Transición, la interinidad en la que nos hemos aposentado es la constatación de que la crisis política, social e institucional ha vuelto a pisar fuerte en las Españas. Tenemos a un jefe del Ejecutivo al que estar en funciones le supone un plus de comodidad al que no está dispuesto a renunciar. La pasividad es el estado natural de Rajoy: esperar, que lo que tenga que suceder, suceda. Su partido, el PP, sigue cuarteándose a ojos vista: en todos los territorios las tensiones internas se hacen evidentes. En caso de tener que abandonar el poder gubernamental la implosión será inevitable. Por ello, aceptando que Rajoy es una calamidad, se aferran a él. Es lo que les queda.

Todo eso es de conocimiento de PSOE, Podemos y Ciudadanos. La dirigencia de los tres partidos sabe a ciencia cierta que en sus manos está iniciar el cambio. Se niegan a ello. Fijémosnos en las dos fuerzas de la izquierda, ya que Ciudadanos, por su número de diputados, es irrelevante, lo que hace más difícil entender el pacto con el que los socialistas se han atado a los de Rivera.

En Podemos parecen prevalecer las tesis de Pablo Iglesias, quien reedita, casi milimétricamente, la teoría de las "dos orillas" acuñada por Julio Anguita. Es decir, la vieja y destructiva estrategia comunista del cuanto peor, mejor. Quienes mandan en Podemos quieren destruir al PSOE, jibarizarlo hasta convertirlo en un partido residual. Es el viejo sueño del partido comunista, que aguarda a materializarse desde que el 15 de junio de 1977, en las primeras elecciones generales, el PSOE desarboló al PCE de Santiago Carrillo. Pablo Iglesias, que pudo haber sido uno de los grandes modernizadores de la España actual, ha renunciado a serlo para convertirse en un leninista de la vieja escuela, en un demagogo de tomo y lomo al que arruina su inusitada soberbia y su no menor prepotencia. Iglesias, al igual que en su día Anguita, cuando negociaba con José María Aznar la pinza contra el PSOE, nunca ha querido dejar gobernar a Pedro Sánchez: sus sucesivas ofertas de pacto han sido un trágala impresentable. La actuación del Podemos de Pablo Iglesias conduce a lo que tenemos: la permanencia de Mariano Rajoy. El PSOE tampoco queda libre de culpa: Pedro Sánchez ha sido tan constreñido por los suyos, con la no menos impresentable Susana Díaz al frente, que su capacidad de bandearse es casi inexistente. Resultado: Rajoy en Moncloa y la rampante múltiple crisis escapando a todo control.

La neutralización entre Podemos y PSOE es nefasta para la izquierda española. Constituye el único asidero para las cuarteadas derechas apiñadas en el PP. Si vamos a nuevas elecciones tal vez no salgan muy mal paradas. No obtendrán lo que buscan: el resultado, digan lo que digan las interesadas encuestas, será tan enrevesado como el del 20 de diciembre.

El reparto de responsabilidades no puede ser paritario. Es a Podemos al que le corresponderá la mayor parte si hay que volver a votar. Es Pablo Iglesias el principal concernido. El referéndum es una tramposa manipulación. No hay caso: en manos de Pablo Iglesias está el desenlace.

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