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Joaquín Rábago

Indecencia

Publicaba el otro día un diario una foto de Panamá en la que aparecían al fondo, junto al mar, unos bloques de esos rascacielos transparentes que tanta opacidad esconden mientras en primer plano, separado de aquéllos sólo por una autopista, podía verse un enorme poblado de chabolas.

Era una foto de parecida elocuencia a la de aquella de hace ya casi dos años, pero que podría perfectamente ser de hoy, en la que veíamos a unos individuos jugando tranquilamente al golf junto a una valla metálica, la de Melilla, a la que se habían encaramado unos africanos que trataban de llegar así a territorio comunitario.

Ese tipo de imágenes, en la que los signos de riqueza coexisten con la más atroz miseria, se repiten en todo el que antes llamábamos Tercer Mundo, incluida esa América Latina de Mario Vargas Llosa, donde los superricos se parapetan en sus hogares fuertemente protegidos por vallas electrificadas.

El desigual reparto de la riqueza se ha convertido allí como en otras partes en el gran negocio de las empresas de seguridad; lo mismo de las que ofrecen ese tipo de servicios, cada vez más solicitado, que las que fabrican los artilugios que sirven para el control y vigilancia del ciudadano, cuanto más pobre, más sospechoso.

Por cierto que muchas de esas empresas que acuden regularmente a las ferias de seguridad que se celebran en el mundo coinciden muchas veces con las que se dedican al también cada vez más próspero negocio de la fabricación y venta de armamento.

La publicación de los papeles de Panamá, sólo la última por el momento de toda una serie de escandalosas filtraciones, ha servido para poner una vez más de manifiesto la enorme hipocresía de buena parte de quienes nos gobiernan, ya sean dictadores, ya se llamen "demócratas".

Porque esos paraísos, perfectamente conocidos, están repartidos por todo el mundo y lo mismo se encuentran en las pequeñas islas del Caribe que en el corazón de Europa o en los Estados Unidos de América, y si nada se ha hecho hasta ahora para acabar con ellos es porque sirven a un claro propósito: poner a buen recaudo unas riquezas producto de la explotación ajena, la corrupción, la delincuencia o el latrocinio.

Ocultarlas cuidadosamente, convertirlas en opacas, para poder operar con ellas en cualquier momento sin que sus dueños, que se mantienen siempre en el anonimato gracias al hábil recurso a testaferros, tengan que pagar impuestos de ningún tipo por sus actividades.

La evasión o la simple elusión de impuestos, a la que recurren legalmente las grandes empresas aprovechando la desregulación y la competencia fiscal desleal entre países, empobrecen cada vez más a los Estados, que han de financiar los servicios que se han obligado a prestar a sus ciudadanos.

Y en muchos casos, para cubrir sus necesidades presupuestarias, tienen para colmo aquéllos que recurrir a empréstitos que salen a veces de fondos que permanecían ocultos en esos mismos paraísos.

Es decir que, con ayuda de los bancos, muchas veces rescatados con dinero público, y de los innumerables bufetes de abogados, no sólo se hurta dinero al fisco sino que además, colmo del cinismo, los evasores luego pueden luego lucrarse prestándole a interés al propio Estado al que tan descaradamente se ha defraudado antes.

Y mientras todo eso ocurre, el Mediterráneo sigue vomitando cadáveres y nosotros seguimos debatiendo cuántos inmigrantes será capaz de absorber Europa sin tensionar todavía más nuestro cada vez más precario Estado de bienestar.

¡Como si los refugiados fueran el problema!

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