Diario de Mallorca

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Migjorn

Me dirijo a Santanyí, bien pertrechado con la poesía completa de Blai Bonet. Todo viaje, por breve que sea, requiere la compañía de la palabra. Y, en este caso, la poesía y el territorio entran en contacto. El paisaje y la arquitectura cobran más vida gracias a la palabra del poeta, que arraiga sin esfuerzo en esta tierra sureña, sencilla y espaciosa. Siempre me han atraído las grandes y llanas extensiones que acaban muriendo, en este caso, en el mar, que esta mañana es un estallido azul hacia oriente y sobre la piedra arenisca. Antes he bordeado Campos y he pensado en otro gran poeta: Damià Huguet. Otro hombre que escribía a ras de tierra.

Al fondo, allá en el horizonte, enclavado en el sudeste de la isla, surge el campanario de la iglesia de Santanyí. Coincido con un día de mercado en la población natal del poeta. Aparco en las afueras y me adentro en la villa. Hay mucha animación en la plaza. Mucha galería de arte regentada por alemanes afincados en la zona. Mucho Vidal en los rótulos de los comercios. Pregunto por la casa natal del poeta, la ya mítica casa situada en el carrer Palma, 74, pero me aseguran que lo que en principio iba a ser la casa museo ha acabado en nada por falta de presupuesto. En cualquier caso, el hombre a quien he preguntado me acompaña al lugar de trabajo del ahijado del poeta que, a su vez, también se ofrece para guiarme hasta la Casa de Cultura, en cuyo piso superior existe un espacio dedicado a Blai Bonet. Pero hemos llegado diez minutos antes de la apertura, así que le agradezco de corazón la amabilidad, y me dedico a hacer tiempo gran y fructífera tarea ésa de "hacer tiempo" paseando por el pueblo. El hombre vuelve a sus cosas y yo a las mías. Diez minutos después me reciben con sorpresa y simpatía. Soy el único visitante. Mientras, afuera, Santanyí bulle, yo curioseo en el silencio de este espacio poético. Me ponen un vídeo sobre la vida y obra de Blai y me dejo llevar por las imágenes y por la demorada cadencia del recitado. El actor Pep Tosar interpretando al poeta en Casa en obres, incluso la presencia de Lou Reed recitando Al Brown.

Con la poesía completa bajo el brazo, continúo la ruta por el sur de la isla. A lo lejos, s'Alqueria Blanca se eleva sobre una colina. Sin embargo, me dirijo a es Llombards, situado a medio camino entre Santanyí y ses Salines. El mar, siempre cerca, siempre adolescente empuja un aliento de sal. Es hora de comer. La proximidad del mar suele decidir por mí: así pues, pescado fresco, una ensalada y el vino blanco de rigor. Bajo la sombra del cañizo y entregado a la leve brisa, veo pasar ciclistas. La mujer que sirve los platos se fija en el gran volumen que he depositado sobre la mesa. Emite una suave exclamación. Resulta que ella también es familiar del poeta. Empiezo a sospechar que aquí casi todos están emparentados con el escritor. Le resalto la calidad de la poesía de Blai, pero a ella no le convence, dice que prefiere su prosa. Lo dejamos aquí. Tras el café, deambulo por esta pequeña villa, entonado por el vino me recuerdo esa vieja máxima, aunque eterna, que dice: "Me gusta estar solo, no sentirme solo." Y, de este modo transito por caminos rurales que me llevan a unas hermosas pocilgas en donde hacen la siesta unos impresionantes cerdos negros. Son en verdad imponentes. Nos miramos, nos medimos en un duelo mitad porcino, mitad humano. Ellos, desde su sesteante y rebozada de fango pereza porcina. Yo, desde mi humanidad a solas con el mundo y con un poeta bajo el brazo. Es la hora de la nada, de la luz inmensa de este sur ascético, aunque con un fondo irrenunciable de sensualidad.

Luego, me acerco a Mondragó. Camino por el pinar que se vierte sobre la cala y, ahora sí, me entra el sopor de las bestias. Así que me tumbo bajo la sombra y, como almohada provisional, me sirve el volumen de la poesía completa de Blai Bonet. La poesía tiene que servir tanto para un barrido como para un fregado. En este caso, para el reposo. Descanso sobre el Santanyí poetizado por Blai, y pienso en su madre, que tanta importancia tuvo para el poeta. Compartían la misma casa. Él escribía en el piso superior y ella hacía sus labores en la planta baja, hasta que un buen día la madre le propuso al hijo que le hiciera compañía, que podía escribir junto a ella ya que se sentía muy sola. Él, como buen hijo, obedeció. Desde entonces, ella fue la gran contadora de historias que el hijo escuchaba e iba incorporando a su obra. Cuando ella murió, el poeta confesó que con ella se había ido su fuente de inspiración. Pienso o sueño esto, aún no lo sé, con los ojos entornados, en un lugar muy parecido al paraíso.

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