Diario de Mallorca

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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Ficciones arcaicas

Una de las cosas que más me gustaban de las rondalles aparte de que me las contara mi abuela haciendo signos cabalísticos con la mano era que tenían unos grandes personajes secundarios: los reyes, o mejor dicho, "el senyor Rei i la senyora Reina", porque siempre se les llamaba así. Y esos reyes tenían la costumbre de salir a pasear por el campo como si fueran una pareja cualquiera de excursionistas o jubilados. Y si se encontraban por casualidad con Pere Gri o con Na Catalineta, o con Bernadet de La flor romanial, se paraban a charlar tan tranquilos con ellos. Hablaban de un mulo perdido, de alguien que sabía adivinar el futuro, de un pésimo cocinero que tenían que soportar o de un borrachín con el que no acababan de aclarar un negocio. Y lo más curioso de todo era que los súbditos se dirigían a los reyes con una familiaridad pasmosa, casi como si fueran parientes lejanos de los que estaban separados por la riqueza y la condición social, pero no por la sangre.

¿Quiénes eran aquellos reyes que vivían de un modo tan poco adecuado a lo que imaginamos en un rey medieval? No tengo ni idea. Sólo sabemos que mossèn Alcover los llamaba "el rei i la reina" y que vivían en Ciutat, en un sitio que siempre se denominaba "Ca'l Rei" y casi nunca recibía el nombre de palacio ni mucho menos el de corte. Por lo que se lee en las rondalles, esos reyes no tenían grandes riquezas ni ejércitos ni un gran séquito de cortesanos. Tenían que conformarse con un coche de caballos, varios criados no muy listos, unos pocos soldados que jamás habían combatido en guerra alguna, y un cocinero o dos, no muchos más. Eso era todo. Es muy posible que los mallorquines anónimos que compusieron y adaptaron las rondalles no hubieran visto en su vida a ningún rey, pero los imaginaban así, cercanos y amigables, como si fuesen miembros de una lejana rama familiar que había prosperado y se había ido a vivir a otra parte, pero que siempre se acordaba de socorrer a los parientes pobres que se habían quedado en el pueblo. De hecho, la única corte que hubo en la isla, la de los reyes de Mallorca, tuvo una existencia muy breve, apenas 75 años. Y tuvo que ser una corte pequeña, pobretona y austera. Basta pensar en el palacio del rey Sancho en Valldemossa. Y cuando uno visita el palacio, es fácil imaginarse a los reyes que pasaban los veranos allí saliendo a pasear y charlando tranquilamente con sus súbditos, sin distancia ni protocolo ni barreras de ninguna clase.

Pero eso es quizá algo que ahora me gusta imaginar y que no tuvo nada que ver con la realidad. Quizá los reyes de Mallorca eran tan altivos y crueles como los reyezuelos de Juego de tronos. Y quizá las rondalles originarias que las familias se contaban frente al fuego estaban llenas de críticas y de burlas contra aquellos reyes, hasta que mossèn Alcover las suavizó para que pudieran publicarse sin deshonrar el buen nombre de la monarquía, igual que expurgó todos los componentes eróticos y burlescos de las rondalles para que pudieran ser leídas por mujeres y niños. Pudiera ser. Pero lo más razonable es pensar que esa visión tan doméstica y tan cercana de la monarquía procedía de una visión muy mediterránea de las relaciones de poder. Porque todos sabemos que en el Mediterráneo, durante siglos y siglos, el poder se ha concebido como una tupida relación familiar en la que no era posible establecer ninguna relación al margen del favor y del sometimiento (basta pensar en la mafia o en los caciques locales como Juan March). Los grandes favorecían en lo posible a los pequeños, y a cambio de esos favores siempre modestos, siempre caprichosos, los pequeños se callaban y dejaban hacer a los grandes. Y los pequeños, cuando contaban un cuento, siempre representaban al rey y a la reina como dos seres amables y siempre dispuestos a hacer algo a favor de sus súbditos. Y eso que el término "súbdito" ni siquiera existía ¿cómo iba a existir?, porque el rey y la reina parecían conocer de toda la vida a Catalineta o a Bernadet y siempre les llamaban por su nombre de pila.

Me he acordado del rey y la reina de las rondalles cuando he leído las informaciones sobre las cuentas opacas en Panamá de tantos y tantos personajes importantes del mundo. Reyes y sultanes, un presidente de un país en guerra, la hermana del rey Juan Carlos, Vladimir Putin, Hugo Chávez o más bien su guardaespaldas, varios futbolistas y directivos de la FIFA, el karateca Jackie Chan, un director de cine español que apoyaba a Podemos, etc. Todo esto es muy curioso. Los narradores anónimos de las rondalles no habían visto nunca a un rey, pero se lo imaginaban o querían imaginárselo como alguien con quien podían pasarse una tarde charlando tranquilamente. De los reyes de verdad no sabían nada, pero les gustaba creer que lo sabían todo, ya que esos reyes los conocían por su nombre y los llamaban Catalineta y Bernadet. Ahora, en cambio, creemos saberlo todo de esos reyes y presidentes y futbolistas y directores de cine, y se nos quiere hacer creer que son personas cercanas con las que alguna vez podríamos charlar tan tranquilos porque en realidad son iguales o muy parecidos a nosotros. Pero la triste verdad es que esos personajes viven tan apartados y tan alejados de nosotros como los reyes medievales encerrados en sus castillos. Y sólo de vez en cuando, cuando se hace público todo el dinero que tienen escondido, nos damos cuenta de que todo eso la cercanía, la simpatía, la eficiencia, la profesionalidad era una ficción tan inocente como las pobres rondalles que nos contaba nuestra abuela haciendo signos cabalísticos con la mano.

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