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Antonio Papell

La inconveniencia de unas nuevas elecciones

Algunas plumas eminentes, como la del periodista Jesús Cacho, se han tomado a la ligera la posibilidad de que tengamos que ir finalmente a unas nuevas elecciones. Con el argumento del gran ayuno democrático que aquí padecimos hace ya mucho tiempo "durante cuarenta años España no conoció más cauce de expresión de la voluntad popular que la famosa tríada de 'familia, municipio y sindicato'", el escritor afirma que los españoles deberíamos sentirnos felices cada vez que tenemos ocasión de ejercitar el derecho al voto.

No voy a entrar en el resto del artículo del dueño de Vozpopuli, del que disiento casi en su totalidad. Y tampoco me interesa a los efectos de este artículo una buena reflexión técnica de Lluís Orriols en la prensa capitalina "¿Y si hubiera elecciones en junio?" en que el autor, profesor de Ciencia Política, analiza las hipotéticas consecuencias de un regreso a las urnas para los distintos partidos. Lo grave del dilema elecciones sí o no, a mi entender, es de estricta naturaleza política, y puede resumirse en un único concepto: si hay elecciones nuevamente, los partidos habrán fracasado en el cumplimiento de la voluntad popular, que ha pretendido implementar un nuevo sistema de representación política más complejo que el anterior, y en el que son necesarios los pactos para alcanzar la gobernabilidad.

Con toda evidencia, en este país se ha ido formalizando desde comienzos de la crisis un creciente malestar social, de crítica activa a la clase política, que fue incapaz de prever a tiempo la llegada de la peor depresión que ha padecido España en décadas (y, por supuesto, de evitar siquiera en parte sus causas, como la monumental burbuja inmobiliaria), que también fue incapaz de gestionarla de forma medianamente atinada, y que, no contenta con haber provocado el gran desaguisado, se abocó a unos perdederos insondables de corrupción económica sin precedentes en nuestro entorno, con un desparpajo inconcebible en un país ya plenamente desarrollado cultural y económicamente, con un sistema judicial potente y profesionalizado, y con una opinión pública muy preparada y en absoluto dispuesta a tolerar tales abusos sin ofrecer una respuesta airada y contundente. Respuesta que se dio en la calle, primero, través de las movilizaciones del 15M, y que cobró cuerpo después a través del surgimiento de nuevos partidos, dispuestos a intentar reemplazar a los ya caducos (y corruptos en algunos casos), y que han conseguido una presencia sustantiva en las elecciones del pasado 20 de diciembre, poniendo fin a una larga etapa de bipartidismo imperfecto y abriendo paso a un nuevo modelo cuatripartito que constituye un calco incontestable de la voluntad popular.

Así las cosas, viejos y nuevos partidos tenían tienen todavía la obligación de aceptar el mandato popular y de adaptarse a él sin rechistar, poniendo en ello todo el empeño necesario para colmar tan legítima exigencia. El mensaje de la ciudadanía es nítido y puede enunciarse así: se han terminado las mayorías absolutas e incluso el viejo modelo bipartidista en que una minoría mayoritaria era capaz de gobernar con apoyo de alguna pequeña fuerza periférica; ahora será necesario un acuerdo de al menos tres formaciones para alcanzar la gobernabilidad.

No es un empeño fácil, pero tampoco ha sido pequeño el esfuerzo de la ciudadanía, que se ha rebelado ante una decadencia insoportable, de la que el establishment es por completo responsable. La respuesta decente y adecuada de los políticos a esta inquietud de la sociedad civil sería acatar el mandato recibido de las urnas, aunque para ello hayan de resignarse muchos egos y someterse determinadas ambiciones.

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