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José Carlos Llop

Emisarios del averno

Desconfío de una sociedad de técnicos, donde hasta para cambiar un grifo o matar unos bichos hay que llamar a un técnico. O donde para tener una actividad normal y nada especializada -desde ‘manejar alimentos’ a pescar con caña en la orilla- hay que pasar por unas pruebas inventadas para favorecer la burocracia y el negocio. Desconfío de otras cosas, pero no vienen al caso. La desconfianza es un producto local como la sobrasada, pero al revés que la sobrasada perjudica las relaciones humanas y no nos salva de nuestros fantasmas. Aunque a veces, es cierto, nos salve de los de los demás.

La sociedad tecnificada abole el sentido común e impone su lenguaje abstruso y compartimentado sobre la lengua que los hombres nos hemos dado. Una lengua -o tantas- con la que construir a lo largo de los siglos una sutil arquitectura que nos hace comprensibles y nos hace, también, comprender. La tecnificación, en cambio, va arrasando con eso a través de sus burdas suplantaciones. Por ejemplo el lenguaje informático, que ha ido ocupando con su fría tosquedad, trufada de barbarismos y sinsentidos, ámbitos que no son suyos. O el publicitario, que ha contribuido a deformar aún más el lenguaje de lo que ya se deforma por sí mismo y poblarlo de mentiras. Hay más, pero no importa. Sí importa en cambio que la exportación de esos lenguajes abstrusos a la vida cotidiana, vaya aboliendo también la función principal del lenguaje, que es entendernos y entender. Y por tanto, resolver.

Resolvemos desde la lógica y el sentido común y el sentido común no es un técnico, sino un don de la mediocridad -un don, repito, pero nada extraordinario- y ve mucho más allá que la mayoría de técnicos cuando se empeñan en argumentar atrincherados en su campo de acción. Y existe, además, otra falla pariente de la tecnificación, que nos ha proporcionado y proporciona desde grandes gastos a soluciones inútiles y -también- caras. Hablo de la Administración, cuyos gestores -elegidos en las urnas, o a dedo por los elegidos en las urnas- llegan a ella muchas veces sin tener ni idea de lo que es la Administración y por tanto no respetan, ni comprenden, ni quieren comprender, sus mecanismos. No solo eso. Tampoco saben -necesariamente- de la materia sobre la que van a mandar y su vulgar concepción de la modernidad -la efectividad de la empresa privada sobre la administración pública- les hace consultar -o externalizar lo llaman ahora en otro feo palabro que deriva del lenguaje informático: maximizar, minimizar y todas esas gilipolleces- a los técnicos de esas empresas privadas. O dejárselo todo en sus manos a la hora de resolver un asunto público. Lo que puede llegar a causar grandes perjuicios y desastres inesperados.

Algo así ocurrió -si no recuerdo mal- con el asunto de las basuras y su recogida llamada neumática, por aquello del aire comprimido, supongo. O como acertadamente lo ha bautizado la actual responsable municipal, ‘la estafa’. No la gran estafa americana -magnífica película-, pero sí palmesana. Una de ellas.

Es fácil hablar a toro pasado, pero si repasara la hemeroteca encontraría más de un artículo -de los míos, digo- donde criticaba el engendro y dudaba de su efectividad desde el principio. El argumento-base: había fracasado estrepitosamente en otros lugares de Europa. Como la LOGSE, por ejemplo -más perjudicial para el país que Roldán-, pero la experiencia en los errores ajenos siempre ha importado poco. Quince o veinte años de engendro urbano -esos primos metálicos de ET a los que llamaron ‘buzones de recogida’ y el ruido infernal producido por la succión, más la porquería acumulada a su alrededor cuando empezaron a estropearse (y lo hicieron muy pronto)- provocaban grandes emociones al viajar por el extranjero -recuerdo ahora una estancia en Aix-en-Provence- y ver las bolsas de basura colgadas de la puerta de las casas a la espera del camión. La recogida neumática de basuras fue un insulto a la inteligencia del ciudadano y otro a la estética urbana -otro más-, por no hablar de que su funcionamiento conectó a Palma con las puertas del Averno y de ahí, tanto acabóse en tiempos recientes.

El ruido infernal -entre lo inquietante y lo gutural- que hacían esas máquinas al tragar la porquería, encerraba en sí algo siniestro que recorrió durante años la ciudad. De hecho, a partir de su instalación, empezaron a ocurrir cosas extrañas en Palma y de paso, en Mallorca y su corazón. Cosas que son tantas y tan raras que no bastaría esta página entera para detallarlas y relacionarlas con el dantesco aparataje neumático. ‘El fin de la estafa’, sí, ha dicho la mujer que ha acabado con eso y desde aquí le doy las gracias. Más de veintiséis millones de euros costó el sistema de marras. Por no hablar, ya dije, de los daños que hemos ido sufriendo como sociedad y que seguro tienen relación con haber abierto las entrañas del subsuelo y dejar la ciudad herida y abierta, expuesta a innumerables males y contagios con nombre. Y algunos hasta con apellidos.

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