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Columnata abierta

Cruyff era Europa

A mi padre le perdonaré todo menos una cosa. Cuando era un niño, Cruyff vino a Vitoria a jugar con el Barça y no me llevó al campo para verlo en directo. Lo intentó arreglar al año siguiente con el Valencia de Mario Kempes, pero claro, no había comparación. Por entonces yo era un poco chupón con la pelota, y cuando un entrenador de alevines me lo afeó por primera vez le contesté: "hago lo mismo que Cruyff". Se giró y se metió corriendo en el vestuario para que no escuchara sus carcajadas. Años después me lo recordó celebrando con unas cañas mi primer contrato profesional. Cuando le pregunté porqué no había respondido a mi insolencia me dijo: "si a un niño de ocho años le pudieras decir que él no es Cruyff... el fútbol no tendría sentido". El Flaco hacía en el campo todo lo contrario a lo que se dibujaba en las pizarras, a lo que escuchábamos en las charlas técnicas. En la final del Mundial de 74 contra Alemania le dieron el balón en su campo, donde la teoría decía que debía estar un jugador que no era él. Arrancó una vez y se frenó. Luego otra, y paró en seco. Y otra más, y otra, en una moviola perfecta y definitiva porque nunca iba hacia atrás, sólo hacia la portería rival. Hasta que entró en el área y lo tiraron al suelo. ¿No era eso lo que todos los niños del mundo queríamos hacer en el patio del colegio?

Pero Cruyff entonces era mucho más que un ídolo infantil. Cruyff era las Rayban a la llegada al aeropuerto, la chaqueta de piel y el jersey de cuello vuelto. Era el pelo largo y lacio, el pantalón de campana y el chicle en permanente movimiento, como él en el terreno de juego. Era la estética pop, la actitud irreverente y la lengua larga. Fue un inspirador de los modernos y cansinos manuales de autoayuda, o sea, un millonario que se divertía trabajando. Pero, por encima de todo, Cruyff era el icono de un valor absoluto que en nuestro país se atisbaba aún de lejos: la libertad. Por eso Cruyff era Europa. Hizo y dijo todo su vida lo que le dio la gana, y su coherencia fue tan extrema que habló hasta el final el mismo castellano que el del día que llegó a España. Fue un rebelde con causa que huyó siempre de los comportamientos gregarios, por eso la reivindicación de su figura por una ideología de masas como el nacionalismo catalán solo puede mover a la risa. Se debe estar tronchando en el ataúd con el chupachups en la boca. No fue fácil ser del Madrid con aquel tipo genial vestido de blaugrana. Se nos debería reconocer ese mérito a los amantes del fútbol no culés.

Unas horas antes del fallecimiento de Cruyff el terrorismo islámico asesinó a treinta personas en Bruselas. Con los trozos de los cadáveres aún calientes tuvimos que comenzar a soportar, una vez más, ese infame discurso buenista que culpa a Occidente de los atentados suicidas de estos salvajes. A mí me tocó aguantar en directo en una televisión pública a un profesor de Derecho Internacional situando en el mismo plano intervenciones militares amparadas por resoluciones de Naciones Unidas con los cinturones de explosivos activados en el mostrador de facturación de un aeropuerto. Luego vino la pobreza y el Foro de Davos, como si estas bestias que utilizan el Corán como excusa para matar hubieran pasado hambre un solo día de sus miserables vidas. Después la crítica a cualquier visión maniquea del problema, aunque Sócrates ya enseñara que "las nociones de bien y mal son innatas en el alma humana". Y finalmente el desprecio hacia la superioridad moral de ningún sistema de valores sobre otro. Lo dijo Ortega y Gasset hace ochenta años: "Europa se ha quedado sin moral". Y entonces vino la Segunda Guerra Mundial, un conflicto provocado por el nacionalismo, no por la religión. La respuesta a aquella tragedia fue el proyecto de una Unión Europea basada en la libertad, la democracia y la separación de Estado y religión, entre otros principios. Ese proyecto se está agrietando, pero no por las políticas de austeridad, como esa izquierda pánfila que habita en yupilandia nos quiere hacer creer. Europa se desmorona por culpa del comunismo de toda la vida, ahora llamado populismo de izquierdas, y por culpa del fascismo de toda la vida, ahora llamado populismo de derechas.

Estadísticamente es muy probable que muchas de las víctimas francesas del yihadismo hayan votado a Hollande o Sarkozy. Ambos políticos han apoyado los ataques aéreos en Siria contra el Estado Islámico. El relativismo moral de esta tropa buenista llega a la perversión de culpabilizar a esos asesinados de su propia muerte por haber votado mal. Pero lo peor no es eso. Lo más repulsivo del asunto es que se puedan repartir responsabilidades con esa frivolidad sin tener que renunciar ni a uno solo de los derechos que otorga nuestro infecto sistema: beber alcohol, acostarte con una persona de tu mismo sexo, o no ir a misa los domingos. Los del Madrid admiramos a Cruyff porque apreciamos el buen fútbol sin importarnos la camiseta. Estos desahogados culpan a Occidente de la barbarie islámica porque no saben amar lo suficiente la libertad que disfrutan.

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