Tal vez las calles no hayan formado parte de los asentamientos humanos tan desde el principio como pensamos. Al menos eso es lo que hacen suponer la arqueología de poblados compuestos por edificaciones adosadas, sin más posibilidad de tránsito entre ellas que las terrazas que les servían de techumbres. Al parecer esas edificaciones eran como baluartes que resultaban más fáciles de construir y defender. Milenios después, en la Atenas clásica, casi todas las calles eran apenas estrechos y laberínticos pasillos exteriores por los que apenas podía discurrir una bestia de carga, y que ofrecían una magnífica defensa contra el calor y las invasiones, según celebraba el mismo Pericles.

Ciertamente, el ágora supuso la creación de un espacio interior en la ciudad para el encuentro, intercambio y discusión. Pero incluso una vez creadas las plazas, las calles continuaron siendo sinuosas adherencias vacías a las casas. Como si el dominio público apenas se hiciera valer. El historiador de la ciudad Lewis Mundford asegura que las primeras calles abiertas con una cierta amplitud y planificación tuvieron por misión la celebración de procesiones rituales. De ser cierto, el vínculo entre religión y vías públicas estaría en el origen mismo de lo público, que habría estado reducido a la estrechez de lo imprescindible hasta que el dispendio de las ofrendas lo sobredimensionó. Seguramente ese fue el caso de los tesoros públicos cuyo origen apunta a los depósitos donde los templos custodiaban las ofrendas que el culto y las costumbres señalaban.

Nietzsche sostiene eso mismo al respecto de los caminos que unían a las ciudades griegas, entre los cuales los primeros y durante mucho tiempo los únicos que se pavimentaron fueron los que conducían a los santuarios. Así que la primera red de caminos transitables en Europa no la habrían abierto los mercaderes ni los ejércitos, sino los peregrinos con sus procesiones. El rito tiene el carácter reiterativo y cíclico que permitió consolidar rutas, costumbres e instituciones.

Siglos después en la Europa ya cristianizada, con motivo de esos viajes peregrinacionales y a lo largo de los caminos por los que discurrían, nacieron los primeros hospitales. Y en las ciudades de las que partían y llegaban tales rutas, en el entorno de los templos nacieron las primeras universidades. Todavía en las celebraciones más señaladas de las actuales universidades, los profesores desfilamos en procesión y con unas vestiduras eclesiásticas sin que nos distingamos mucho de los nazarenos que ni recuerdan el sentido de su atuendo ni el de su desfilar.

Me pregunto si a alguno de nuestros detractores de la presencia de la religión en los espacios públicos no le pasará que deplora la visión del capuz del penitente mientras lleva con satisfacción el birrete de doctor. Tal vez a quienes consideran que la religión no tiene lugar en las vías públicas les conviniera ampliar un tanto la perspectiva y reparar en que la genealogía misma de lo público, ya sea la hacienda, las obras o las vías y los servicios públicos tienen entre nosotros matriz religiosa.

Desde luego que esos orígenes, como cualquier otros, se pueden repudiar, y hasta aborrecer, pero quizá hagan aconsejable no reducir a invasores de lo público con pretensiones de sojuzgar y avasallar a sus conciudadanos, a quienes manifiestan pacífica y creativamente su fe en las vías públicas de nuestras ciudades, como se lleva haciendo desde hace milenios, tantos como tengan de existencia las ciudades. Todavía con mayor razón, cuando tales manifestaciones han llegado a tal grado de institucionalización cultural, que son una amalgama entre religiosidad popular, fiestas locales, ritos penitenciales, atavismos neourbanos y religiosidades difusas cuando no sencillamente abandonadas. Así que son muchos los que participan en ellas seguramente con más emoción pero no más piedad que los profesores con sus birretes, mucetas y puñetas.

Con cierta frecuencia hay en el laicismo más extremo (y menos sagaz) un cierto adanismo que, como le ocurrió a Robinson Crusoe con los indígenas en su isla, inclina a considerar a los nativos como recién llegados sin más derechos que los que la propia tolerancia les concede. Tolerancia que se torna entusiasta complacencia cuando lo que se hace desfilar por la vía pública son orgullosas exhibiciones de orientaciones, preferencias o libertades sexuales, por ejemplo. Así que nadie discute el derecho del orgullo gay a desfilar ruidosa y festivamente por las principales vías de nuestras ciudades, pero la compasión cristiana ofende y compromete nuestra convivencia en libertad. Oponerse o tan solo mostrar desagrado ante las carrozas de drag-queen o sadomaso acarrearía los más severos reproches y repudios. Presentar mociones para la prohibición de las procesiones que exhiben buena parte de lo mejor de nuestro patrimonio escultórico, imaginero, orfebre y musical es, sin embargo, un acto de coherencia libertaria y civismo laico. Y es que, ciertamente, el laicismo no está más a salvo de sectarismos y extremismos puritanos que la religión.

De hecho, nuestro laicismo más belicoso parece la secuela antagonista del nacional catolicismo y su mórbida propensión a fusionar la religión con el orden civil engulléndolo. Quienes afirmaban que esa era una tendencia nuclear en las religiones de salvación o de cualquier otra clase se equivocaban, seguramente por la falta de experiencia interior de la fe desde la que hacen sus análisis, legítimos desde luego, pero poco encaminados. En cualquier caso, y por mucho que les desilusione a las brigadas del laicismo eterno, lo cierto es que ya no quedan partidarios de lo que combaten. Y los que quedan son tan extemporáneos como sus secuelas libertarias.

Además, si se mirara con ojos más dispuestos a ver lo que uno no había previsto, tal vez se apreciara la dimensión inquietante y hasta transgresora que tienen hoy las procesiones de Semana Santa. En primer lugar las procesiones sacan al pueblo a las calles en las que la muchedumbre se organiza con la aquiescencia de la autoridad pública pero sin su patronazgo ni gobierno. De hecho, pocos salvo los más costumbristas y menos religiosos, echarán de menos a las autoridades civiles, y en cambio serán muchos los que celebraran que se queden en sus casas o, si es que lo desean, que participen como uno más entre sus conciudadanos. Además, los nazarenos van cubiertos y confundidos como sabemos desde Esquilache que más inquieta al poder del Estado. Desde que a principios del siglo XIX el barón Haussmann abrió las grandes avenidas de Paris para impedir que los tumultos se sirvieran de las barricadas facilitadas por la estrechez de las calles, la ocupación de la vía pública entraña un ejercicio de autonomía personal y colectiva. Lo único que puede irritar a los partidarios del estatalismo laico es que esa ocupación sea ordenada, cívica, silente o bulliciosa sin edicto ni mandato público que lo ordene o lo aconseje.

En segundo lugar, resulta que las procesiones hacen salir a nuestras calles la imagen de un muerto, el único que las cruza hoy a hombros de otros hombres, y que acaba con ese feroz destierro que nuestras sociedades y culturas aplican no ya a la muerte misma, sino a los propios difuntos. Durante estos pocos días nuestros muertos, que como los marginales más desvalidos, han sido desplazados a las periferias de los polígonos industriales donde se localizan los tanatorios, recuperan un lugar entre nosotros. Y tienen un valedor cuyo cuerpo cadavérico ha sido representado con las mil emociones de la agonía humana: sufrimiento, indefensión, tristeza, soledad, consuelo, súplica, abnegación, entereza, desconsuelo, esperanza.

En tercer lugar, resulta que ese muerto representa un hombre joven, pobre y de una nación sojuzgada, condenado injusta y alevosamente por quienes detentaban el poder civil y religioso. Sometido a humillaciones y brutales padecimientos, convertido en moneda de cambio entre los poderosos y finalmente ejecutado en un instrumento ignominioso de tortura. Pero, a diferencia de tantos, es un muerto cuya inocencia no se ha olvidado: una víctima injusta que pone en el centro de los espacios públicos el recuerdo de todas las víctimas olvidadas, masacradas y hundidas en el olvido por los poderosos o por tumultos de muchedumbres inundadas de odio. Como ha visto el antropólogo Rene Girard, en occidente y desde que se celebra la muerte de Cristo ha ido tomando cuerpo una presunción de inocencia en favor de los chivos expiatorios, las víctimas indefensas, los débiles y quienes no se pueden valer y carecen de medios para dar su versión. Mientras que sus verdugos están bajo sospecha de inhumanidad.

Todo lo anterior saltaría a la vista de un visitante desprevenido a quien se le contara en síntesis y en términos estrictamente humanos la historia que narran las escenas representadas en imágenes y expuestas por las calles. De hecho, Cristo reúne tal vez como ninguna otra figura histórica todas las condiciones para encarnar la vindicación de la debilidad y la inocencia humana y compasiva; y para denunciar pacífica pero irreductiblemente la crueldad, el abuso y la injusticia con la que los hombres se ofenden y martirizan entre sí. Pero es reo de una afirmación que resultó entonces imperdonable y que todavía hoy concita el disgusto de algunos de entre los que de ningún modo podrían creerlo: la declaración de que es Dios mismo el que yace en el cuerpo y la persona de aquel hombre joven crucificado.

Debería ser algo que solo afectara a los creyentes, pero la naturaleza inaudita de la afirmación se convierte en escándalo y signo de contradicción. Y es que la Semana Santa trasparenta, incluso a través de la incredulidad de sus participantes, la afirmación de que el cristianismo no es un humanismo, ni siquiera por afín que le resulte una espiritualidad de la compasión. Porque nada de lo anterior habría llegado hasta nosotros sin la creencia inverosímil y sin embargo compartida a través de miles de años de que el crucificado resucitó y no está muerto sino vivo.

Fue Nietzsche quien notó que los templos antiguos se erigieron sobre los cultos y monumentos funerarios. Dar sepultura es localizar al difunto en un lugar que se separa de los usos comunes y pasa a cumplir las funciones post mortem del cuerpo: señala a dónde se puede ir a ver y "encontrar" al muerto. Aquel sitio no admite ninguna otra utilidad que ser el lugar donde la ausencia del muerto (la muerte del muerto) se hace incontestable e invencible. El muerto ya no está allí pero su ausencia tiene una intensidad que define y diferencia al lugar, y que arranca lamentos que claman al cielo. Pues bien, los dioses antiguos están en sus templos como los muertos en sus sepulturas: con una ausencia tan intensa que llena el lugar de su naturaleza.

La Semana Santa con su conmemoración de la muerte de todo un Dios guarda algo de esa arqueología mortal de la religión. De hecho, buena parte de las procesiones son la representación de un ajusticiamiento, ejecución, entierro y duelo. Y es que en el cristianismo esa naturaleza funeraria de los templos (y de la religión misma) esta preservada en los enterramientos y los restos de santos que cimentan los altares. Pero al mismo tiempo todo lo funerario está suspendido porque el Dios que se proclama no es una ausencia como la de los muertos, sino que como los vivos está "realmente presente": es lo que el cristianismo católico celebra en la eucaristía. De ahí la importancia del "sepulcro vacío" y de la ruina del templo antiguo de Jerusalén: no hay más templo autentico que la comunión viviente en el cuerpo del resucitado; religión de vivos y no de muertos ni de templos con ausencias sepulcrales. Desde entonces también religión de hombres y mujeres, y no de Estados, por mucho que un torpe confesionalismo haya anegado siglos de su historia.

La Resurrección es la incompartible clave de bóveda que nuclea a la fe que vitaliza a la Semana Santa, sin la cual ésta se convierte en costumbre y patrimonio de una tradición cultural cuya belleza y valor todos podemos apreciar y respetar, incluso los creyentes que no les tenemos ninguna afición a las procesiones.

* Filósofo