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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Gratis total

Hace poco compré un DVD en una tienda, o más bien en una gran cadena de ventas de discos, películas y libros, porque ya no hay tiendas en las que se puedan comprar películas, o al menos yo no las conozco, igual que apenas quedan ferreterías o mercerías o sastrerías. El DVD era una vieja película de Ingmar Bergman, Secretos de un matrimonio, que me apetecía volver a ver. Cuando mi hijo se enteró, no le hizo mucha gracia saber que su padre había comprado una película en DVD. Eso era una muestra de imprevisión y despilfarro y conducta calamitosa. "Pero si la puedes encontrar gratis aquí mismo", me dijo, y entonces me enseñó en su tablet una página de descargas gratuitas en la que estaba la película de Bergman.

Le contesté que me apetecía comprar una película, entre otras cosas porque sus creadores tenían derecho a cobrar por su trabajo. Bergman murió hace unos diez años, y no sé quién podrá ser su heredero, pero imagino que alguno de sus ocho hijos aunque el padre nunca les hiciera mucho caso durante su vida podrá cobrar sus derechos por esa película, por escasos que sean esos derechos. Y de paso le recordé a mi hijo que la cadena que vendía películas y libros y ordenadores también daba trabajo a mucha gente, quizá muy mal pagado, sí, pero a fin de cuentas era un trabajo retribuido, cosa no del todo habitual en estos tiempos. El argumento no le convenció. "Hay que ser tonto para pagar por algo que puedes encontrar gratis", me replicó con una mueca de desdén, y enseguida volvió a sumergirse en su tablet.

Para la generación de mi hijo, pagar por una película es una tontería. Eso no tiene vuelta de hoja. Y lo mismo puede decirse de pagar por leer el periódico o por escuchar un disco o por determinados programas de ordenador. Los libros incluso lo llevan peor. El otro día una lectora que aún no ha cumplido los veinte años me contaba que cada vez resulta más difícil leer entre grupos de jóvenes, porque el hecho de leer un libro se considera un atentado imperdonable contra las reglas de la buena convivencia, que estipulan que nadie puede separarse ni un solo segundo de su móvil. Y los escasos lectores jóvenes los pocos que se atreven a desafiar esa especie de prohibición tácita prefieren buscar los libros gratis en la red, aunque sea en pésimas traducciones o en ediciones de origen más que dudoso. El caso es que, ya sea por una razón o por otra, se ha extendido entre los jóvenes la idea de que la "cultura" libros, películas, discos debe estar al alcance de todo el mundo por una especie de derecho innato. Sólo un imbécil pagaría por ella. Así de simple.

Está claro que los jóvenes tienen poco dinero y un DVD o un libro son productos caros. Pero también es verdad que muchos jóvenes no tienen ningún problema en pagarse un abono de fútbol que es muy caro o la ropa que llevan, que tampoco es barata, mientras que siguen negándose a pagar por los libros y las películas. Muchos argumentan que viven en un mundo low cost con precariedad, incertidumbre y salarios bajísimos y que ese estilo de vida no les permite pagarse determinadas cosas. Y eso es muy cierto. Pero quizá habría que plantearse si el hecho de negarse a pagar por determinados productos no está creando esa espiral diabólica de la precariedad y la incertidumbre. Y lo mismo puede decirse de quienes se quejan de la desaparición de todo rastro de vida comercial del centro de las ciudades, porque luego resulta que quienes se quejan de que todo deba comprarse en los grandes centros comerciales son los mismos que compran sistemáticamente por Internet. La pescadilla que se muerde la cola.

En estos últimos años han cerrado innumerables librerías, tiendas de discos, locales de reparación de ordenadores y tiendas de todo tipo. Y los pocos locales que han ocupado su lugar han sido bares o cafés o agencias inmobiliarias, nada más. Hace cuatro años me sorprendió mucho ver en Nueva York, a la altura de las calles 37 y 38, entre la Séptima y la Novena avenidas, un montón de tiendas que hacía siglos que no había visto aquí: mercerías, ferreterías, tiendas de pintura, barberías, tiendas donde reparaban máquinas de coser y vendían bobinas de hilo y madejas de lana, o incluso tiendas de tejidos como la que tenía mi abuelo en la calle Colón (ahora Colom) de Palma, con nombres antiguos que no debían de haber cambiado en cincuenta o sesenta años. No sé si estas tiendas seguirán en su sitio, y ojalá sigan allí aunque lo dudo, pero si estaban abiertas hace cuatro años era porque había neoyorquinos que las usaban y que las consideraban indispensables para su vida. Ignoro quién podía tener necesidad de comprar una bobina de hilo o de reparar una máquina de coser en Manhattan, pero aquellas tiendas se dedicaban a esas cosas, y si era así, era porque alguien las usaba y las necesitaba. Lo que ya no sé es si algún día podremos seguir aspirando a tener libros o películas o periódicos, si nadie se toma la molestia de pagar lo poco que valen porque todo el mundo se considera con un derecho innato a tenerlos gratis. Mal asunto.

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