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La destrucción de un mito

Luiz Inácio Lula da Silva, presidente de Brasil entre 2003 y 2010, periodo en que acometió una serie de reformas que sacaron a su país del subdesarrollo mediante políticas progresistas alejadas del populismo, ha entrado en barrena hacia el descrédito, la destrucción de su propia obra y quién sabe si la entrada de Brasil en una etapa de decadencia grave.

Como es conocido, las sucesivas investigaciones judiciales y policiales sobre la gran corrupción que tuvo lugar en su mandato han terminado apuntándole a él mismo, por beneficiarse de inmuebles y prebendas de difícil justificación, y la fiscalía de Sao Paulo ha llegado a pedir su encarcelamiento provisional. Para evitarlo, la presidenta Rousseff, su epígono, le ha nombrado ministro de la Casa Civil de la Presidencia, lo que le concede el necesario aforamiento para evitar la detención: ya sólo podrá ser juzgado por el Tribunal Supremo, la mayoría de cuyos miembros fue designada arbitrariamente por él mismo.

Lula se ha refugiado, en fin, cobardemente en la trastienda del poder para evitar rendir cuentas a la ciudadanía. Y, de paso, tratará de salvar al gobierno del Partido de los Trabajadores, cuya presidenta está siendo sometida a un proceso de impeachement. La democracia es siempre frágil, y resulta patético observar cómo los más ruines intereses personales frustran en Latinoamérica los intentos más válidos de elevar el nivel de vida y el grado de libertad de los ciudadanos.

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