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Joaquín Rábago

La peligrosa vulgaridad de Donald Trump

Creo que el filósofo de moda Slavoj Zizek es quien mejor ha definido a Donald Trump: el aspirante republicano a la Casa Blanca Donald Trump es "la encarnación más pura de la degradación de nuestra vida pública".

Trump, explica el filósofo esloveno, "ofrece una mescolanza de vulgaridades políticamente incorrectas: relámpagos racistas, declaraciones destinadas a sembrar la duda sobre el lugar de nacimiento de Obama y sus títulos universitarios, ataques de mal gusto contra las mujeres, ofensas a héroes militares como John McCain".

Con esas y otras salidas de tono, el político estadounidense se burla de "los modales hipócritas" y dice "en voz alta lo que piensa y lo que como él piensa también mucha gente". Trata de mostrar, eso es, que "pese a sus millones, es un tipo vulgar y ordinario como todos nosotros".

Trump se mofa, esto es, de la "corrección política", que prescribe exactamente lo que puede y lo que no puede decirse, proceso en el que Zizek ve una consecuencia de la "desintegración de las reglas (no escritas) de la vida social, eso que Hegel, filósofo del que el esloveno es gran admirador, calificaba de "Sittlichkeit" (eticidad) o educación en valores humanos y que se está perdiendo en todas partes.

El éxito de Trump, tan incomprensible para muchos en Europa, tiene que ver precisamente con su vulgaridad: la de alguien que no sólo no se avergüenza de sus millones sino que los exhibe en público y se jacta de ellos para demostrar que a él no hace falta que le compren pues tiene suficientes para comprar lo que quiera: mujeres incluidas.

Es como la versión estadounidense de alguien como el italiano Silvio Berlusconi: un Berlusconi aún más disparatado y a lo grande porque todo en Estados Unidos , desde los paisajes hasta los edificios, parece y es en realidad mucho más grande que sus equivalentes europeos.

Y si en los años sesenta, el desparpajo y la provocación tanto en el lenguaje como en el comportamiento en general eran una exclusiva de la izquierda estudiantil, que manifestaban así su rebeldía frente al orden establecido, hoy, nos dice el filósofo, es "una prerrogativa casi exclusiva de la derecha radical".

La izquierda se ve, por el contrario, en la posición un tanto sorprendente para muchos de oficiar de "abogado de la decencia y de los buenos modales en el espacio público".

A juzgar por lo ocurrido en la actual campaña, al electorado estadounidense no parece convencerle ya un discurso capitalista "racional". Cada vez más se dejan seducir por el populismo anti-elitista de un multimillonario lenguaraz y cuya vulgaridad disimula la vaciedad de su programa político.

Un multimillonario supuestamente "hecho a sí mismo", aunque en realidad heredó de su padre una fortuna, que no se cansa de despotricar contra Washington y contra los medios de comunicación, a los que considera parte de ese "establishment" que tanto detestan muchos ciudadanos de aquel país.

Pero Trump no habría encontrado el eco que tiene si no fuese por el hecho de que ese cuento tan hollywoodense del "sueño americano", que prometía el éxito material a cualquiera que se esforzase lo suficiente, con independencia de su extracción social o el color de su piel, se ha hecho trizas para la mayoría.

Los Estados Unidos son hoy en realidad dos países: la riqueza de un pequeño sector de la población ha crecido en las últimas décadas de modo exponencial hasta el punto de que los 400 ciudadanos más ricos disponen de tanta riqueza como el 61 por ciento de los ciudadanos.

Y mientras ese segmento se enriquecía de modo desorbitado, en los veinte últimos años los ingresos del hogar norteamericano medio han caído en casi 5.000 dólares. En tales circunstancias, un demagogo como Trump lo tiene relativamente fácil.

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