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Divorcios

Cada día hay parejas que se rompen. En cierto momento, el amor, o también los intereses, convencieron a dos personas de que sus futuros serían mejores si se unían. Pero el convencimiento es un estado mental inestable. Cuando descubren que los intereses no coinciden tanto como creyeron, empiezan los problemas. En el fondo, es lógico: los componentes de una pareja se mantienen unidos si ambos consiguen sus objetivos de forma más eficaz que si cada uno los buscase por su cuenta.

Porque, en último término, una pareja es una comunidad de intereses. A veces, el amor se añade a estos intereses, pero es un adhesivo de capacidad limitada. Puede haber amor pero, en plan cínico, el amor eterno siempre tiene una vida corta y cuando un amor eterno se enfrenta a la falta de coincidencia entre los intereses, es el primero en desaparecer.

Uno de los problemas más grandes en la rotura de una pareja reside en que el "descubrimiento" de que los hechos no se ajustan a las expectativas, no es simultáneo. Uno de los miembros descubre que no está consiguiendo lo que esperaba, mientras que el otro vivía tranquilamente, feliz en la ignorancia. Entonces, cuando el primero propone la ruptura, vienen los llantos, el despecho, las depresiones e, incluso, las traiciones. Me viene a la memoria el brutal final de una película: La guerra de los Rose, protagonizada por Kathleen Turner y Michael Douglas. Quizás alguno la recuerde.

La realidad es que la sociedad de dos personas sólo se mantiene si las dos encuentran beneficios en seguir unidos. Pero basta con que sólo uno opine que sus beneficios son insuficientes, para que la pareja se rompa. Es la paradoja: para unir una pareja son precisas dos voluntades. Para romperla, basta con una. Y si las razones del que quiere la rotura son suficientemente sólidas, los esfuerzos del otro son inútiles. No hay nada más penoso que el amante desairado buscando una reconciliación no deseada por el otro.

Naturalmente, lo anterior puede aplicarse a otras situaciones. En este momento, el estado español consiste en una unión de voluntades que para algunos son "eternas" aunque en realidad, para todos son conveniencias. En muchos casos se añade el amor, pero este amor es, casi siempre disgregante: "Yo sólo amo de verdad a mi tierra, a mi pueblo, a mis amigos" Por mucho que hayan intentado convencernos de que debemos amar a la patria, este amor está muy por debajo del amor al terruño. O sea, que, si alguien quiere que yo ame a mi patria, me tendrá que dar algo a cambio. Y si no me da nada, o si más bien percibo que me quita lo que considero que debiera ser mío, la fuerza disgregante termina siendo incontenible, aún con más motivos que en el caso de una mujer y un hombre. Las manifestaciones de cariño y el sexo ayudan al amor y la unión entre dos personas, pero sobra decir que, entre dos comunidades, no puede haber ni cariño, ni placer sexual.

Entonces, si el verdadero amor entre comunidades no puede existir, sólo las conveniencias pueden mantener la unión. Pero, a veces, aún se añaden otras fuentes de desavenencia. En las parejas humanas, el problema explota con la aparición de un tercero que cataliza la ruptura.

Curiosamente, lo mismo ocurre con las comunidades. Siempre hay alguien que intenta obtener beneficios a partir de la competencia entre ellas. El caso más evidente es el del partido o los partidos que intentan obtener réditos electorales. En este momento no puede haber dudas de que la aceptación o el rechazo hacia el derecho a decidir es una poderosa fuerza decidiendo el voto de muchas personas y los partidos hacen un uso descarado de ello.

Pero además, hay fuerzas más sutiles. El recurso a la broma cruel siempre ha sido aprovechado en mayor o menor medida. Por poner un ejemplo lejano, los ingleses siempre han hecho chistes sobre la tacañería de los escoceses. O, igualmente, de su curioso acento. O de la desconfianza hacia su forma de hablar ("seguro que usan su lenguaje para insultarnos"). En todos los lugares donde hay una diferencia lingüística, aparece un impulso separatista que es magnificado por alguien.

Pero cuando se unen todos los factores, no debería ser necesario repetir que basta con que uno sólo de los componentes quiera marcharse y que los esfuerzos del otro serán inútiles. Por supuesto, el recurso a la fuerza o la coacción puede conseguir lo que puede parecer una victoria, pero el verdadero resultado es una derrota. La fuerza, nunca es un verdadero argumento. No es lo mismo vencer que convencer.

Si alguien quisiera de verdad mantener la unión, debería convencer al otro de las ventajas de permanecer unidos. No hay otra solución. Si sólo se preocupa de satisfacer a los suyos, el desastre es inevitable. La pena es que, por su naturaleza, los partidos sólo convencen a los que ya estaban convencidos. Faltan partidos y dirigentes que pongan el beneficio general por encima del beneficio propio.

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