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Entre incisivos y molares

Por la boca muere el pez o cuando menos, el orificio es para el bicho, a un tiempo, fuente de vida y causa frecuente de su final. Tendrán que aceptarme la metáfora porque es lo primero que se me vino a la cabeza cuando, al desprenderse el puente dental que me colocaron años atrás, no me quedó otra solución que acudir al dentista.

De querer sincerarse, la confesión ha de ser total so pena de pasar por cuentista, de modo que aquí va todo sin tapujos. Había hecho mía desde hacía años la hipótesis de aquel personaje de Houellebecq en su libro Ampliación del campo de batalla: "En general, aborrezco a los dentistas afirmaba, sin haber conocido Vitaldent; los tengo por criaturas básicamente venales cuya única meta es arrancar el mayor número posible de dientes para comprarse un Mercedes". A lo largo de este tiempo he modificado un algo tal supuesto pero, con esa idea, inicié la andadura tras pegármelo con Super Glue y por imaginar que ésa sería, previo pago de la cuota para el Mercedes y mutatis mutandis, la solución del experto. En cualquier caso, allí terminé: fauces abiertas, la mirada perdida y dispuesto a arrostrar lo que viniese mientras me decía que cualquier conflicto, máxime si se circunscribe a espacio tan reducido, ha de tener un final.

Sin embargo, y a tenor de lo sucedido desde aquel día, ¡largo me lo fías! Es lo que pensé al tiempo que me recriminaba en silencio por no haber cumplido mis iniciales planes de antaño. Si esto se repite decidí la primera vez, como quince años atrás, borrón y cuenta nueva: todos fuera, sanos o no, y una buena, vistosa y bien pegada dentadura postiza. Pero del dicho al hecho se interpusieron en días pasados consideraciones varias: con una prótesis ni pensar en dentelladas a lo que sea y sin miramiento; después, el vaso de agua para dejarla en remojo sobre la mesilla, purés y sopitas a partir de entonces y ni pensar para el futuro que nadie exclamase, al verme, aquel "como un jardín caliente tienes la risa" que se decía en Yerma. Porque a ver quién es el guapo que se ríe sin dientes, a tumba abierta, o siquiera sonríe a solas frente a un espejo que devolverá un remedo de quien fuiste en tiempos de esplendor, si no en la hierba, en tus encías.

Y más allá de la estética, apreciada en soledad o frente a terceros, quizá una sobrevenida incomunicación que acabe en silencio a resultas del móvil artilugio, porque a ver cómo se van a defender las ideas propias sin abrir la boca por el riesgo de que se escape, junto a ellas, la entera dentadura. Así que, dejando la pasta Corega para otra ocasión, ya me tienen vistiendo de esperanza la paciencia con que he debido soportar repetidos pinchazos con los que al parecer se determina el alcance de una periodontitis, y confiando en que a Rosa (la aludida se dará sin duda por enterada) no se le fuera el santo al cielo mientras anotaba la sucesión de números que le cantaba, al modo de un mantra, quien me asaeteaba los entresijos maxilares.

Cuando las cosas vienen mal dadas, aconsejaba Stendhal en Rojo y negro, convendrá dedicarse a la lectura y la agricultura, pero prueben ustedes a hacerlo, de contar con un terrenito, tras haber anotado en su agenda una próxima cita para seguir con las manipulaciones, cavilan sobre el beneficio de un implante y tienen por única certeza la pesadilla, viviendo y nada que ver con la posmodernidad a que se ha atribuido la costumbre cada segundo como si fuera el próximo, cada vez más cerca del nuevo raspado por venir y con el que descender, en lugar de al fondo de uno mismo para conocer mejor la propia identidad, al fondo del diente; a su raíz. Y descubriendo en paralelo, mientras se escucha "abra más la boca y ladee la cabeza un poquito más hacia la izquierda" (o la derecha, porque no se trata en el tema que me ocupa de posicionarse políticamente), que esas frases lúcidas que en el pasado subrayé tenían nada que ver con el significado que les había supuesto; que la de Isahiah Berlin, "toda elección supone una pérdida irreparable" aludía obviamente a una pieza dental por ponerse en las manos de quien maneja tu boca, y que todo alcanza un final, como aseguraba el poeta Brodsky, incluía sin duda al puto premolar.

No obstante, el pesimismo no forma parte de mi naturaleza, de modo que si un día puedo contar lo sucedido al tiempo que exhibo la piñata con orgullo, terminaré por decirme que el tránsito tuvo su razón de ser. Sólo espero que quienes hubieran pasado por experiencia similar me confirmen que es posible y de ahí estas líneas, en demanda de apoyo frente a los malditos molares. Y caninos, para no quedarme corto. Asunto distinto sería reflexionar sobre el por qué la salud bucal o su componente dental, por precisar no se incluye entre las prestaciones de la sanidad pública y sí las de Vitaldent. Esto daría para otra columna en el futuro y no la descarto, al tiempo que agradeceré a mi dentista sus desvelos. Todo, en cuanto albergue la seguridad de que un mordisco al filete en su punto no tendrá más consecuencias que ser fuente de placer.

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