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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Una vida

Mi padre, Eduardo Jordá, murió el viernes pasado. Para mucha gente fue "es metge Jordà", alguien de quien se hablaba con una mezcla de respeto y miedo y admiración. Durante toda mi vida me he encontrado desconocidos que al saber quién era yo me han contado que mi padre les arregló un brazo o le operó la cadera a su madre. Mi padre pertenecía a una generación, hoy desaparecida, en la que un médico era una criatura con poderes casi divinos. Durante mi infancia, mi casa se llenaba de cestas y regalos de quienes habían sido sus pacientes y querían agradecerle su curación con una especie de exvoto como los que antiguamente se veían en las capillas campesinas. Dentro de esas cestas había de todo: gallinas, pavos, conejos, lechonas, cocarrois, cocas de verdura, panades? Hoy en día no ocurre nada de eso, y los enfermos casi siempre les perdonan la vida a quienes justamente se la acaban de salvar (nuestros políticos, tanto de derechas como de izquierdas, se han encargado de que esto sea así al apuntarse al peor populismo y hacerle creer a la gente que tiene derecho a ser prácticamente inmortal, de modo que los médicos sólo son responsables de las cosas malas que les ocurren a los enfermos). Pero en la época de mi padre, por fortuna, cualquier persona decente sabía agradecer lo que un médico había hecho por ella.

Mi padre empezó a trabajar en la residencia de Son Dureta, en Palma, a finales de los años 50, cuando aún se llamaba Virgen de Lluch. Dejó de trabajar allí en 1998, cuarenta años más tarde, cuando ya se empezaba a hablar de Son Espases. En su vida -a diferencia de la actual- un largo periodo de trabajo en el mismo sitio era no sólo posible sino normal. Sus enfermeras y ayudantes vivieron lo mismo que él, aunque ahora cualquier médico -igual que cualquier otro profesional- sabe que tiene un futuro muy incierto por delante. A pesar de que podría haber trabajado en la medicina privada o incluso emigrar a Estados Unidos -durante unos meses yo creí que nos iríamos a vivir a América-, mi padre prefirió quedarse a trabajar en Mallorca. A diferencia de mucha gente que reniega o pone en cuestión la sanidad pública, él siempre creyó en la Seguridad Social y siempre se sintió muy orgulloso de ser "un médico del Seguro", como se decía antes. Cuando yo me quejaba de las colas o del mal servicio, se enfadaba y me decía: "El día que tengas un problema gordo, agradecerás ponerte en nuestras manos". Él hablaba así, con ese plural que no era mayestático en absoluto, sino de humilde empleado público, porque para él no era posible entender la medicina sin la sanidad pública. Y de hecho, mi padre murió en el hospital de Son Espases, igual que había muerto en Son Espases, seis meses antes, una de sus hijas que también había trabajado allí. Y yo mismo, cuando las cosas se pusieron feas -porque se pusieron, como él sabía muy bien que se iban a poner-, tuve que reconocer que tenemos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo. Mi padre conocía la sanidad de medio mundo -había estado en hospitales de toda Europa, de Ecuador, de Chile, de Corea, de México, de Cuba, de Estados Unidos y de docenas de otros países-, y cuando decía que teníamos uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo, sabía muy bien de lo que hablaba.

En el tanatorio, hablando con la gente que lo conoció y trabajó con él, todos coincidimos en que el mundo que él representaba está desapareciendo por completo. Mi padre nació cuando el RCD Mallorca se llamaba "Alfonso XIII Foot-Ball Club" y gobernaba el país un generalote -Primo de Rivera- que nadie recuerda ahora. Todos los miembros de su familia paterna tenían infinitos apellidos catalanes -Jordá, Clar, Rosselló, Capllonch?-, pero sus nietos y bisnietos tienen apellidos mallorquines y castellanos y alemanes y finlandeses, y ya sólo pueden sentirse a gusto con una identidad que se denomine "europea" porque todas las demás les vienen pequeñas. Él hablaba muy bien el catalán y el castellano y se sentía orgulloso de hablarlos bien, cosa que hoy en día ya no se estila, por desgracia, porque nos hemos inventado unas identidades incompatibles que se supone que no pueden convivir de ninguna manera. Pero él, por suerte, sabía que eso no era verdad. Fue muy amigo de Camilo José Cela, en cuya casa de la Bonanova sólo se hablaba castellano, pero con sus amigos médicos siempre habló catalán (aunque él lo llamaba mallorquín). Hay palabras que casi nadie usa ya -"betzol", "guardiola", "blaverol"- que para mí son sagradas porque se las he oído usar durante toda la vida.

En los años 60, mi padre fue médico del RCD Mallorca, y gracias a eso recuerdo bien la tribuna del Luis Sitjar y las alineaciones del equipo que en 1969 ascendió a primera división: Gost, Doro, Sans, Victoriero, Robles, Parera, Canario, Cano, Domínguez, Conesa y Rosselló (aunque no lo crean, una noche negra me la recité en la cama de un hospital). Hoy en día el Mallorca pertenece a un inversor que invierte en equipos de fútbol como podría invertir en futuribles o en soja o en teléfonos móviles, pero en la época de mi padre el fútbol era todavía un deporte en el que intervenía el amor y la tradición y esa camaradería irrenunciable que se forja en las derrotas antes que en las victorias. Cada lunes -yo lo he visto-, mi padre miraba con atención la clasificación del Mallorca y soltaba el inevitable suspiro resignado que todo buen mallorquinista conoce bien.

El día que murió, muy cerca de su casa, en Valldemossa, vi una Peluquería Canina a Domicilio trabajando a destajo en la calle y un coche abandonado con una matrícula polaca de Cracovia. Pero al otro lado de la carretera, a menos de veinte metros, había cuatro burros pastando en la hierba, bajo los bancales, y una curruca (un "busqueret") cantaba en las ramas altas de un plátano de sombra. A pesar del dolor que sentía, me alegró ver que los dos mundos que habían convivido en la vida de mi padre -el mundo moderno en el que todo cambia a toda velocidad y nada dura y nada se recuerda, y el mundo inalterable en el que todo seguía igual que hace mil años- seguían existiendo, uno al lado del otro, en paz y armonía, a menos de veinte metros de distancia. Amén.

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