Esta semana se han podido conocer muchos detalles relativos al modo de proceder de la mafia laboral que operaba a través de los 33 restaurantes, en su mayoría del centro de Palma, precintados por orden judicial a mediados de diciembre. Era una trama de alto calado que, una vez intervenida, ha implicado la detención de 18 personas, con algunas en prisión preventiva.

Los hechos que se han ido conociendo son verdaderamente espeluznantes. Constituyen un auténtico atentado contra la integridad y la dignidad de las personas y sus derechos laborales más elementales. Eso por una parte, porque, por otra, el modo en que se maltrataba y adulteraba la comida en las cocinas de estos restaurantes era, aparte de un fraude para el cliente, un riesgo más que evidente para la salud pública. Se puede añadir a todo ello el engaño fiscal concebido y cometido de forma deliberada. Todo junto causa un daño de difícil reparación para la imagen y el buen nombre de los restaurantes de Mallorca que, en su mayoría, trabajan desde la legalidad, con profesionalidad y ofreciendo al comensal la calidad anunciada en sus cartas. Tampoco ayuda, en absoluto, a un turismo muy sensible en su propia naturaleza con las irregularidades que le salpican, ni es buen reclamo para la clientela local que, a este paso, deberá pensárselo más de una vez antes de decidir dónde ir a comer.

La investigación policial y la instrucción judicial están dejando al descubierto repartos de cantidades muy considerables de dinero negro, maltrato, llegando a la paliza física a los trabajadores, extorsiones y explotación laboral con horarios interminables o promesas de contratos para trabajadores en prueba que nunca llegaban a concretarse. Son sólo las prácticas más escandalosas de una larga lista de irregularidades de toda condición.

La descripción del modo en que se trataba la comida llega a producir verdadera repugnancia. Los trabajadores que han denunciado los hechos narran un reaprovechamiento que pasaba por volver a servir comida retirada de los platos, la presencia nada ocasional de insectos o el fraude en la bebida con añadido de agua a los zumos y la introducción de licor de garrafa en las botellas precintadas mediante jeringuilla.

Evidentemente hay que completar los procesos de investigación policial y judicial y hacer caer todo el peso de la ley sobre quienes, sin escrúpulo ni miramiento alguno, han sido capaces de cometer tamañas aberraciones. Dicho esto, habrá que interpelarse también, sin pretexto alguno, sobre por qué ocurren estas cosas, en tan alta dimensión y no son desactivadas hasta que se presentan denuncias. Habrá que admitir el fallo de los sistemas de control y supervisión. No era una irregularidad puntual. Era una trama diversificada y a gran escala preparada con mayor esmero que los platos que se servían poniendo en riesgo el estómago del comensal. ¿Dónde estaban las inspecciones de sanidad, la laboral y la fiscal ante todo ello? ¿Porqué no detectaron que las respuestas que obtenían en sus visitas rutinarias salían de la amenaza y la coacción?

Evidentemente, cabe una profunda revisión. Habrá que tomar medidas contundentes para evitar que cosas semejantes puedan volver a pasar. También para reparar el daño directo causado a los trabajadores y a una imagen general del mundo de la restauración mallorquina que no se merece estar asociada a unas escenas de pesadilla, más propia de un museo de los horrores que de un restaurante en el que no puede fallar la higiene escrupulosa y el trato profesional y riguroso.