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Antonio Papell

A vueltas con el sistema electoral

Los nuevos partidos han reivindicado la reforma de la ley electoral para incrementar la proporcionalidad. Algo que vienen haciendo en este país las minorías estatales desde prácticamente el arranque de la democracia. El Partido Comunista y las sucesivas organizaciones basadas en él han sido los grandes damnificados históricos de la ley d´Hont que corrige la proporcionalidad en nuestro modelo, y que también contribuyó al fracaso de los escasos intentos de alumbrar partidos bisagra (el CDS de Suárez fue realmente el único relativamente exitoso durante un corto periodo de tiempo en toda la etapa democrática).

Como ya se ha recordado a menudo, el sistema electoral pactado entre el gobierno de Adolfo Suárez y las principales fuerzas de oposición en los años setenta del pasado siglo, que ha servido para todas las elecciones desde las primeras democráticas del 15 de junio de 1977, se elaboró para concentrar el voto -se había formado una inextricable sopa de letras de nuevas formaciones que pretendían un lugar bajo el sol democrático-, dar cabida a alguna minoría estatal indispensable -el PCE- y permitir la presencia de las minorías nacionalistas periféricas, potentes en sus limitadas zonas de implantación. Aquel modelo dio lugar a un bipartidismo imperfecto, que tan sólo se ha quebrado cuando las dos grandes formaciones históricas, el PP y el PSOE, representantes genuinos de las dos grandes corriente ideológicas turnantes en Europa, han entrado en crisis. Es evidente que la situación ha cambiado, que hoy hay otras formaciones que se han abierto paso y que existe una cierta demanda social de reforma también en este asunto.

En nombre de Podemos, la politóloga Carolina Bescansa ha reclamado "el inaplazable cambio del sistema electoral", ya que el actual produce un "retorcimiento del principio de igualdad". Y en prueba de ello, ofrece los resultados que, con los mismos votos, se hubieran producido el 20D si "nuestro sistema electoral estuviese diseñado para garantizar el valor igual de todos los votos". En estas condiciones, el PP hubiera logrado 100 diputados (23 menos de los realmente conseguidos); PSOE, 77 (13 menos); Podemos y sus confluencias, 72 (3 más); Ciudadanos, 48 diputados (8 más), e IU, 13 diputados (11 más).

Se podría perfectamente argumentar que si en lugar de adoptar un sistema proporcional, que la Constitución consagra sin mayores precisiones, se hubiera optado por introducir el sistema mayoritario a la manera británica o norteamericana, PP y PSOE se hubieran repartido la práctica totalidad de los escaños. Y no se puede defender con argumentos sólidos que la democracia anglosajona sea menos "democrática" que las basadas en la proporcionalidad.

Dicho en otros términos, se puede acordar una reforma del sistema electoral si hay suficiente consenso para ello (y parece que puede haberlo), porque la fijación de las reglas de juego sólo es plenamente legítima si existe acuerdo prácticamente unánime (Rousseau habla de la necesaria unanimidad en el origen en su contrato social), pero no puede decirse que el sistema que ha regido desde la transición sea inválido o haya pecado de alguna clase de ilegitimidad: toda la gama de sistemas electorales democráticos es legítima, siempre que las reglas sean iguales para todos y no haya arbitrariedad. Claro es que, en los sistemas mayoritarios, los partidos deben ser organizaciones escoba, muy plurales internamente y capaces de abarcar la mayoría de los matices ideológicos de su hemisferio.

En definitiva, bien está plantear la reforma electoral, pero sin sofismas ni verdades absolutas. La politóloga Bescansa ha de saber que el asunto no es ni tan directo ni tan elemental.

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