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Joaquín Rábago

Gran coalición

Se venía venir. Presiones de todas partes, de Bruselas, de Berlín, de la patronal, de la patronal y, ¿cómo no?, de los dichosos mercados. Presiones en suma de centros de poder político, económico y financiero, de gentes a quienes nadie aquí ha votado, pero que se permiten decirles a nuestros electos, como en su día les dijeron a los griegos, lo que, en su opinión, deberían hacer.

Todo sea por la sacrosanta estabilidad, que tanto necesita al parecer Europa. Mientras tanto, aquí se hace desde distintos ámbitos todo lo posible por frustrar un ya de por sí difícil pacto de izquierdas. Demasiado riesgo para un país que forma parte de la moneda común. Y, sin embargo, parece que una mayoría de los españoles desean cambio, no quieren seguir viendo cuatro años más a Mariano Rajoy en la Moncloa, aunque esta vez fuese encabezando esa gran coalición en la que tan empecinado está nuestro presidente en funciones.

Los medios se dedican a hacer encuestas y más encuestas en las que se pregunta a los ciudadanos qué tipo de acuerdo de gobierno preferirían, y salen todo tipo de combinaciones, pero que de una manera u otra casi todas indican la necesidad de una reorientación de la política que se ha hecho hasta ahora. Lo más claro es que se acabó la mayoría absoluta como la alternancia de los dos grandes partidos que se han venido turnando en el poder con las consecuencias que ya sabemos, y que una alianza entre ambos sería tal vez buena para la estabilidad que demandan algunos, pero letal para el juego democrático.

Porque el problema de las grandes coaliciones, sobre todo en un país en el que se ha gobernado como aquí, es que se acabaría de diluir el perfil ideológico de sus integrantes, y se correría el peligro de alimentar los extremos. Las grandes coaliciones constituyen bloques de poder que no sólo se ven obligadas a practicar una política de pequeños pasos cuando aquí hacen falta ahora grandes zancadas, sino que dificultan enormemente además el trabajo de fiscalización y control de la oposición, parte fundamental de la labor parlamentaria.

Y ya sabemos cómo han actuado tanto los socialistas como sobre todo los Populares cada vez que han dispuesto de una mayoría absoluta, ya fuese a nivel nacional o regional. El Partido Popular ha dejado claro que no está dispuesto ni a renunciar a su líder, por impopular que sea incluso entre muchos de sus propios votantes, ni a dar marcha atrás en las reformas que ha impulsado sin contar con nadie y muchas veces con casi todos en contra.

Porque de las declaraciones de aquél se desprende que está orgulloso de la reforma laboral, de la educativa, de la llamada ley de seguridad nacional y de otras medidas que provocaron y siguen provocando fuerte rechazo y y que estaría todo lo más dispuesto a introducir en el futuro algunos matices. Un partido bajo fuertes sospechas, cuando no evidencias, de corrupción de algunos de quienes han ocupado en él puestos de responsabilidad necesita una renovación a fondo. Y no hay amenaza de inestabilidad ni de independencia catalana que justifique las ansias de su líder de encabezar un gobierno de coalición como el que ambiciona.

Coalición ¿para qué? ¿Para seguir casi igual, con algunos retoques, cuando aquí hacen falta urgentemente reformas que permitan luchar de verdad, y no sólo con medidas cosméticas, contra la corrupción, acabar con la colonización por el poder de las instituciones, y profundizar en nuestra democracia? Alguien que como el presidente del Gobierno se ha visto además acusado de mentir en el Parlamento no puede seguir por cuatro años más al frente de la nación. Eso nunca sucedería en Alemania o en esos países escandinavos en los que tanto les gusta mirarse, aunque sólo para algunas cosas, a muchos populares.

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