Tendría yo unos ocho o diez años de edad cuando vi por primera vez a David Bowie en una revista que andaba por casa. Su imagen me impactó. Cabello tipo casco de color naranja, maquillaje glam con purpurina resplandeciente, y vestido con una túnica entre japonesa y sideral. La época de Ziggy Stardust. En alguna de las fotos aparecía junto a su primera esposa, Angie, y el hijo de ambos de corta edad, Duncan, conocido como Zowie.

Le pregunté inocentemente a mi madre que por qué iba vestido ese señor como una mujer. Me contestó con bastante naturalidad que porque le gustaba. La respuesta me pareció, a mi corta edad, muy lógica. Y ya nunca le perdí la pista a Bowie, quien en ese momento me pareció un tipo realmente original.

Durante mi adolescencia me hice con algunos de sus discos (sí, eran de vinilo) y empecé a darme cuenta de la dimensión de esa originalidad del artista. De su capacidad de reinvención. De cómo se adelantaba a las modas que vendrían poco después. De su espíritu libre e innovador. De su innegable elegancia, fuera cual fuese su estilo en cada etapa. De su inmensa personalidad. De su capacidad para vivir libremente en cada momento. Pero sobre todo, de su gran talento artístico y de su sensibilidad como compositor e intérprete. Algunos de sus discos posteriores me gustaron más y otros menos, pero nunca dejé de seguirle y escuchar sus canciones.

Aunque no es de todo eso de lo que quiero hablar, sobre lo que ya se está hablando hasta la saciedad por quienes se consideran críticos musicales profesionales, sino del modo en que personas como Bowie son capaces de acompañarnos a lo largo de nuestras vidas, en una intimidad mayor de lo que creemos. Porque Bowie ha sido uno de esos pilares en los que quienes amamos y vivimos profundamente la música nos hemos venido apoyando sin darnos cuenta, con una naturalidad asombrosa, como si fuera alguien cercano, a pesar de la distancia evidente que nos separaba físicamente de él.

Infinidad de canciones (no pretendo ser exhaustivo ni ordenarlas cronológicamente, escribo solo aquellas de las que me acuerdo en este momento) como Starman, Life on Mars, Fame (reinventada una y otra vez), Young americans, Let's Dance, Modern Love, China Girl, la emblemática Changes, Ashes to Ashes, Jean Genie, Absolute Begginers, Space Oddity, I'm afraid of americans, junto a otras que no tuvieron tanto éxito comercial, forman parte de la banda sonora de la vida de muchos de nosotros. Muy especialmente de la mía. Canciones que he escuchado, he tocado y he cantado, con más o menos acierto, solo y con otros músicos aficionados como yo.

Y su actitud (fundamental) en el escenario, su carisma y su simpatía con el público hizo, en mi caso, que cada vez que le veía o escuchaba aumentara mi admiración por él hasta convertirme progresivamente en un verdadero fan del camaleón.

Por ello, su muerte, la muerte de alguien a quien no conocía personalmente, me ha impactado tanto. Por lo sorpresivo (llevó la lucha contra su dura enfermedad con gran dignidad y discreción), por lo prematuro, y por lo terrible. Porque es una pérdida, como lo es la de cualquier persona de las muchas que fallecen todos los días y no conocemos, pero con el componente añadido de ser parte de nuestro bagaje emocional, al habernos acompañado toda la vida, como una presencia constante, con su música imprescindible, al menos para mí.

Al conocer la noticia de su muerte oyéndola en la radio mientras desayunaba antes de irme al trabajo, me han venido a la memoria dos de sus canciones, de entre las muchas que antes recordaba. Dos de mis canciones favoritas por muchos motivos. Una de ellas, Rebel Rebel, un himno a la libertad bien entendida y a la tolerancia al que es diferente, algo que tanto falta en estos días que vivimos. La otra, Heroes, una canción preciosa, poética y sublime, cuya letra nos recuerda que todos podemos ser héroes, al menos por un día.

Muchos te echaremos de menos, David. Descansa en paz.