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Antonio Papell

La retribución de los políticos

La corrupción sigue siendo el segundo problema de este país, después del elevado desempleo y de las consecuencias perversas de la crisis económica, y es muy natural que las fuerzas políticas pongan un énfasis especial en la transparencia de sus propias cuentas, en la visibilidad absoluta de las retribuciones de los políticos, en la permeabilidad a la opinión pública de todas las decisiones de gestión. Pero este esfuerzo extremo de claridad, que la ciudadanía exige como requisito sine qua non para devolver la confianza a la clase política, no debe confundirse con una reducción de los salarios públicos hasta extremos espartanos. La política no tiene por qué ser, en efecto, una actividad filantrópica, en la que haya que presuponer que quienes se dedican a ella aceptan un estilo de vida de verdadera austeridad cuasi monacal. Lo que se le debe exigir a un aspirante a político para que prospere en su vocación es, de entrada, un cierto nivel mínimo de preparación y competencia técnica que garantice su capacidad ante los retos que habrá de afrontar; y, como valor sobreentendido, una honradez insobornable a toda prueba, que deberá demostrar a lo largo de toda su trayectoria mediante constantes verificaciones. El control estricto de la tarea pública es el mejor antídoto contra la corrupción.

En este país, los salarios públicos están sistemáticamente por debajo de los salarios privados, a igualdad de tareas y responsabilidades. Se argumenta que los funcionarios tienen la ventaja de la estabilidad vitalicia del empleo, que sin embargo no tienen los políticos. Por lo que no se ve por qué razón un diputado en el Congreso, pongamos por caso, no ha de cobrar como un profesional liberal en el mercado, o como un mediano empresario, o como un magistrado de la Audiencia Nacional, o como el promedio de todos estos trabajadores.

Podemos, el grupo político que más énfasis ha puesto en la austeridad atributo que puede ser o no una virtud, desde el punto de vista de la moral laica, es el más estricto en esta materia, aunque acaba de poner salvedades a los rigurosos límites que había establecido a las retribuciones de sus cuadros, para dar más holgura a los padres de familia y a los discapacitados, y para compensar el "lucro cesante" que experimentarían algunos profesionales que han optado por ingresar por un tiempo en el mercado político bajo sus siglas. Esta corrección no resuelve el problema pero lo alivia; y, en todo caso, habrá que preguntarse sin demagogia si tiene sentido y si es verdaderamente "progresista" que dedicarse a la política haya de suponer una renuncia a disfrutar de un nivel de vida adecuado a la calificación profesional de quien lo hace y a la dignidad de la propia ocupación.

La gran preocupación que deberíamos experimentar en relación al sistema formado por la clase política no debería estar tan vinculada a la retribución sino a la calidad. La evidencia demuestra que no están yendo a la política "los mejores" de cada generación, sino las medianías que no han tenido fortuna en sus primeros intentos de lograr ocupaciones más atractivas, mejor remuneradas o de más prestigio social. La relación entre la Universidad y los partidos políticos es más bien escasa, y la llegada a la plazuela pública de algún intelectual ilustre que haya brillado en su especialidad antes de dedicarse a la política es siempre sorprendente por infrecuente y exótica.

Es obvio que unos salarios demagógicamente bajos dificultan estos trasvases? algo que quizá puedan apetecer los políticos más mediocres, que temen que la irrupción de competidores brillantes le deje en la estacada. Deberíamos meditar este asunto, en lugar de aceptar acríticamente esa absurda demagogia retributiva.

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