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Columnata abierta

Vivir con la muerte

Movía la cabeza de lado a lado, lentamente, porque sabía que la estaba fotografiando. Levantaba la vista hacia un punto en el horizonte, luego entornaba sus ojos rasgados, se giraba hacia mi y los volvía a abrir de repente, clavándolos en el objetivo de la cámara. Cuando acabaron las maniobras hipnóticas con la mirada comenzó el aleteo de sus brazos, que revoloteaban en el aire con la excusa de envolver su cuerpo menudo en un chal de colores. El lila, el fucsia y el azul turquesa flotaban sobre ella mientras acomodaba la pañoleta en dirección contraria a la brisa que soplaba hacia nosotros. Entonces, en tres giros rápidos, su cabeza, su cuello y su torso quedaron completamente cubiertos por aquella gasa de la manera más elegante que uno pueda imaginar. No debía tener más de doce años, pero en aquella escena, entre sensual y onírica, había algo aún más turbador que la edad de la niña. Detrás de ella, a escasos treinta metros, descansaba el cuerpo sin vida de un anciano envuelto en un sudario blanco, con el rostro descubierto y la boca abierta. Y el olor que aquel airecillo vespertino nos traía desde el otro lado del río era inconfundible y nauseabundo. No es fácil olvidar la primera vez que percibes el olor a carne humana carbonizada.

Pashupatinath es el templo hindú más antiguo de Katmandú, y una de las 275 moradas sacrosantas del dios Shiva en el continente asiático. Es el equivalente nepalí a la sagrada Varanasi en la India, el lugar dedicado a las cremaciones que dan paso a la reencarnación de las almas. Al igual que en el Ganges, algunos fieles se sumergen en el río Bagmati para purificarse en sus aguas putrefactas, y hay niños que bucean en ellas en busca de las piezas dentales de oro de los cadáveres recién calcinados y arrojados al cauce. En los días festivos, las familias acuden a la orilla este del Bagmati para pasear frente a los ghats crematorios. Allí se mezclan las risas de los juegos infantiles con los gritos desgarrados de los familiares y las plañideras que despiden a sus difuntos junto a la pira funeraria. A diferencia del caudaloso Ganges, el Bagmati es un riachuelo angosto, y esa brevedad de su espacio físico dificulta la separación entre la vida de una ribera y la muerte de la contraria. El dolor que se vislumbra a una orilla bajo la luz mortecina de las pagodas, en la otra es la alegría de un día cualquiera de asueto en compañía de los seres queridos. A un lado, el blanco impoluto del luto hinduísta. Al otro, los colores brillantes de los saris incendiados por el último sol de vísperas.

El tercer mundo se acerca a la muerte de una manera completamente distinta a la del mundo desarrollado. En general, el óbito y todos sus rituales forman parte de la vida de una manera mucho más natural, o si se prefiere, menos forzada que en nuestras sociedades. Claro que es innegable la influencia de las religiones, la reencarnación, el karma, y todas las teorías de ultratumba. Pero en la pobreza subyace con fuerza la asunción del deceso como hecho inevitable, frente al que el hombre manifiesta un poder limitado, a menudo inexistente. He visto a una madre subsahariana escuchar un diagnóstico terrible sobre la infección de uno de sus hijos, cercano ya a la sepsis, sin derramar una sola lágrima. Hay una dignidad, una entereza de carácter en esta actitud inalcanzable para muchos en nuestro mundo de ciencias de vanguardia y tratamientos médicos de última generación. Existe una convivencia abierta con la muerte y, aunque después se purifique a través del agua o el fuego, un cadáver reciente no es considerado algo sucio o corrupto.

La semana pasada hemos conocido una denuncia en el hospital de Can Misses en Eivissa porque el cuerpo de un difunto permaneció unas horas de noche en la misma habitación que otro enfermo, separado por una cortina. Puedo comprender a la familia que ha interpuesto la reclamación, y seguramente algo falló en el protocolo para trasladar antes ese cadáver a la morgue. Pero en la queja hay un tono tan repulsivo en la descripción minuciosa de las circunstancias del finado que no he podido evitar sentir también lástima por áquel que ya no podrá lamentarse ni del personal sanitario que le atendió ni del compañero de habitación que le tocó en suerte durante sus últimas horas de vida. Un cadáver eres tú el segundo después de tu óbito y, aunque no sea la mejor compañía, tampoco constituye un residuo contaminante, ni peligroso, salvo en el caso de fallecidos por enfermedades infecciosas. Como me leen pocos vivos y ningún muerto, uno asume que éste, como tantos otros, es un artículo destinado al fracaso. Pero a veces hay que fracasar un poco para después morir más tranquilo, y a mi esta es la columna que me hubiera gustado leer si fuera el muerto de Eivissa.

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