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El año que termina

Los rosales están en flor, y estallan las rosas rojas, blancas, rosas, amarillas como en mayo. Pían y revolotean los gorriones, persiguiéndose con escándalo primaveral de árbol en árbol. En una maceta de mi balcón florece el mal llamado cactus de Navidad, y a su lado un gordinflón cactus de verdad luce con orgullo su corona de florecitas color fucsia, un adorno que sólo se pone en verano. Huele a azahar cuando se pasa junto a un naranjo, y en el cielo vuelan las cigüeñas en majestuosa ronda, oteando sus nidos habituales para volver a ellos. Estamos en diciembre, pero la naturaleza cree otra cosa. Antonio el jardinero se rasca la cabeza y dice: "El tiempo trae a las plantas locas". Eso parece. Y digo yo si el tiempo no tendrá un poco locos también a otros seres vivos que no florecen ni vuelan, pero que de unos años acá andan, como poco, algo acelerados.

Nueva y vieja política, los de más y los de menos de cuarenta años, los que ya lo han visto todo y los que acaban de descubrir el eterno mediterráneo, van y vienen bailando el rigodón de los pactos. Grandes declaraciones justo después de conocerse los resultados electorales: "por esto no vamos a pasar". Rayas rojas por cierto, qué éxito el de este calco lingüístico del inglés se trazan en el suelo imaginario de cada partido. Gruesas rayas rojas en el momento inicial, como pinturas de guerra o signos cabalísticos que fuesen a proporcionar la clave de un triunfo. Y casi enseguida, las voces agoreras: "si el de enfrente no acepta lo mío, vamos a por nuevas elecciones". Bonita forma de afrontar lo que el pueblo soberano ha decidido en las urnas. Pero pasan los días, y el rojo del fuego va perdiendo algo de ardor. Con algo más de tiempo las rayas se volverán color salmón, o incluso rosa bebé. Hay mucho en juego. Y quizá entonces se saquen del baúl los grandes conceptos: la razón de Estado, la altura de miras, el consenso, el mal menor. Viejos y nuevos, novatos y veteranos, están condenados a entenderse. Ahora o luego, por las buenas o por las malas. Estaría bien que de vez en cuando, entre reunión de las ejecutivas y declaración a los medios, pensaran que no juegan solos, sino que en sus manos tienen el destino de muchos millones de personas. Y que las batallas dialécticas en la cumbre siempre se traducen en alteraciones de vida en el llano.

Qué gran personaje secundario es doña Esperanza Aguirre. Un autor que desee estudiar los años de la democracia española tiene en ella una figura entre Dickens y Quevedo que, con sólo una frase, dará color a cualquier página. Pura esencia ibera pasada por los mejores colegios internacionales. Qué gran figura en el parlamento británico del XIX, o en el Tea Party. La España actual se le queda corta, chata, gris. Aguirre pide altas cumbres. Su última perla, lo de que "a la política se viene llorado de casa", no puede ser más cierta: cada mañana los de a pie salimos llorados a la calle a soportar el espectáculo con que nos obsequian los políticos como ella.

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