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Del mito a las uvas

Llegó la Navidad: los villancicos y las apreturas en los comercios. Unas fiestas que traen de nuevo alegrías mezcladas con el hastío y en proporciones variables según el talante de cada cual. Es el más de lo mismo, un año tras otro y para la conmemoración fundada en la fe ciega - nunca mejor dicho-, lo que se convierte para muchos en simple pejiguera. Sin embargo, la efeméride tiene también su qué, prescindiendo de la razón y el análisis sobre sus fundamentos.

Que se haya perpetuado a través de los siglos no debe extrañar porque, de ser ficción como presumo, son éstas, las leyendas, más universales que la historia cierta, como observó Aristóteles y no precisamente ayer. A mayor justificación y tras un par de copas, los límites entre verdad o fábula se difuminan hasta hacerse inapreciables y los hechos relatados, llámese Portal de Belén o concepción sin espermatozoide interpuesto, son únicamente la excusa para sentarse a manteles, lo que suele satisfacer a no ser que se presente insospechadamente un primo lejano con toda su parentela.

Por lo demás, alguna mente preclara advirtió en su día que donde no hay dioses reinan los fantasmas y, a la vista de las recientes campañas electorales con omnipresencia de los distintos líderes políticos, quizá sea preferible entregarse a la loa del Sumo Hacedor, en su portentoso nacimiento, y darse un respiro en cuanto a fantasmas. Máxime teniendo en cuenta que del ámbito sagrado es fácil escabullirse a poco que uno se lo proponga, lo que no sucede en el contexto profano.

Pero la cosa se complica si nos asaltan las propuestas de selfies y las remembranzas, compras sin cuento o manualidades (del belén al arbolito) que, para los poco duchos en tales menesteres, pueden ser castigo añadido al que trae aparejado el bombardeo mediático: espectáculos y sugerencias mil para los mejores regalos -los Reyes Magos o Papá Noel se la pisan cuando se trata de decidir y hay que dárselo todo hecho-, listas de los libros más vendidos, de los restaurantes para recalar? E, indefectiblemente, el bolsillo temblando. Con el agravante de que si es capaz (el bolsillo) de soportar los distintos envites económicos sin excesivos pestañeos, el propietario del mismo sabrá que tiene el futuro, el próximo enero, más difícil que el camello de marras intentando atravesar el orificio de una aguja. E igualmente sucederá a quienes les vaya bien el negocio en unas fechas dedicadas a tales mimbres, aunque poco debe importarles la eternidad dado el empeño que ponen en subordinar el más allá para mayor gloria en el más acá, si bien algunos pueden haber cerrado el día 24 para escuchar a una sibila que, de cantar unas horas antes, otro gallo le cantaría.

Con todo y lo anterior, quizá sea cierto, por evidente, que la humanidad tiene hambre de mitos y, lo sea o no el que motiva estas líneas, esa glotonería trae consigo contrapartidas a las que la mayoría nos plegamos, dado que con ésta historia por lo menos van incluidas comidas hasta el hartazgo, amén de otras circunstancias que pueden convertir unas semanas, siquiera a ratos, en fuentes de placer. La soledad en compañía puede permanecer agazapada pero algunos la sobrellevarán mejor; es un alivio masticar rodeado de tópicos (los temas que pudieran ser objeto de controversia, léanse los pactos políticos en candelero, suelen evitarse por tácito convenio), cada quién intenta cumplir con el rito sin dar tres cuartos al pregonero y ya habrá tiempo, en días sucesivos, para la mordacidad. Pero, por sobre todo ello, son los niños, de haberlos cerca, quienes centran las fiestas y no hay adulto que pueda evitar, si no reforzar las tradiciones por no contar con hijos o nietos, mirarlos con ternura.

Junto a ellos y frente al balcón que ha escalado el muñeco rojo (una invasión hasta hace poco inimaginable), contemplando a ése que caga entre el musgo o seducidos a no tardar por sus caritas boquiabiertas al paso de los Magos de Oriente, nos será dado regresar a nuestra propia infancia, la verdadera patria (Rilke), aunque algunos puedan fruncir el ceño si no hay bandera o plebiscito que la reivindiquen. Es la niñez lo que, a mi juicio, redime estos festejos de una presión, comer y comprar, que en otro caso se haría penitencia aun sin pecados gordos que purgar. Y son los niños quienes justifican el dejar a un lado las ganas de escapar o proferir alguna que otra diatriba sobre la actualidad, para volver a los días en que también nosotros poníamos el zapato, confiando en que la generosidad se hiciera realidad a los pies de la cama o en la salita y junto a unas copas de vino y algo de grano para las monturas.

Así pues, me sumo a un pacto para, mirándolos a los ojos, regresar con ellos a los milagros ya que, pasado el seis de enero y como suponen, no los habrá. Es el argumento por el que podría estar de acuerdo con aquello de que, si Dios no existiera, habría que inventarlo. Y es lo que ha ocurrido en mi opinión pese a que, para esta fábula transformada en historia, la niñez o la nostalgia de ella hayan tenido nada que ver.

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