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El miedo que flota en el aire

"El miedo escribe Leslie Jamison en El anzuelo del diablo (Anagrama, 2015) no tiene un olor o un color particular, sólo es algo que flota en el aire y hace que resulte difícil respirar". La descripción viene a propósito de otra cronista, Joan Didion, que en medio de algunos de los momentos más crudos de la guerra civil salvadoreña entró en un centro comercial en busca de pastillas potabilizadoras del agua y no las encontró. Sí halló, sin embargo, foie gras importado, toallas de playa con el mapa de Manhattan estampado y botellas de vodka empaquetadas con elegantes copas. Fuera, durante las noches, los camiones recogían gente que luego era asesinada y los cadáveres arrojados a un vertedero.

Entretanto, Didion observaba fijamente la estantería repleta de botellas de importación. Era el color del futuro de un país que los bandos enfrentados pretendían supuestamente salvar. Un sarcasmo al servicio de la narración. "Mientras lo hacía, me di cuenta de que ya no me interesaba demasiado esa clase de ironía, de que aquél era un relato que no se iluminaría con semejantes detalles, de que quizá nunca llegara a iluminarse". Algunas de las mejores páginas de Didion están en Salvador, testimonio de un miedo que es más fácil de percibir e incluso de masticar en ese contraste de los centros comerciales abastecidos por los que unos, los siniestros escuadrones de la muerte, se dedicaban a enterrar a los otros con nocturnidad después de matarlos. El foie gras francés, por un lado, y los fiambres que van a parar a cualquier vertedero, por otro.

La misma sensación de estremecimiento que tuve en Caracas a principios de los ochenta cuando alguien me aclaró que aquella nota que insertaban de vez en cuando los periódicos anunciando la "Operación pum pum" tenía que ver con una especie de tránsito al infierno de los malandros y vagabundos que la policía recogía en furgones para deshacerse de ellos en el sur de la ciudad. "Se avecina Operación pum pum". No ha dejado de suceder.

El miedo, a veces, está en los detalles. Con o sin contraste del lujo de los supermercados abastecidos de El Salvador. Venezuela vivió últimamente al borde de una guerra civil por el enfrentamiento social. El riesgo no se ha disipado con el resultado de las urnas del domingo y la derrota de un régimen de signo autoritario que logró durante casi dos décadas mantener altos los índices de votación mientras los votantes eran asaltados, atracados, acuchillados, titoteados y enterrados.

Es en el cuerpo donde se lleva el miedo, flote o no flote en el aire. Esa sensación que impide respirar, el mismo pavor que perdura desde la matanza en el Retén de Catia, la siniestra cárcel caraqueña que tenía más de 3.000 reclusos cuando el golpe de 1992. Aprovechándose de la situación caótica desencadenada con la segunda intentona contra el gobierno de Carlos Andrés Pérez, los presos intentaron entonces una fuga que acabó en una masacre de dimensiones jamás aclaradas. Nada cambió. A una nación se la conoce por sus cárceles, llegó a decir Mandela, y pocas veces ha existido una brecha mayor entre retórica y realidad que en las cárceles del chavismo, se encargó de recalcar el reportero de The Guardian, Rory Carroll, en su libro Comandante.

Chávez, pese a estar muerto, vive, recordaba el periodista Enric González tras zambullirse la pasada semana en la Venezuela actual. El chavismo pasará, probablemente, como el peronismo, en Argentina, a reencarnarse. En 2005, el líder de la revolución bolivariana, ordenó un cambio en el escudo de armas de la nación para que el caballo blanco galopara hacia la izquierda en vez de hacerlo a la derecha. Con estos gestos de padrote ha pasado a formar parte de la Trinidad venezolana junto a María Lionza y José Gregorio, ídolos de la santería. Del miedo colectivo y de la tenebrosa superchería.

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