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Jose Jaume

Opinión: Locura de amor, por José Jaume

Karl Marx sentenció que la lucha de clases es el motor de la historia. Sin ponerlo en cuestión tal vez convenga introducir una matización: le acompaña la pulsión carnal, que no pocas veces ha hecho saltar por los aires los tableros en...

Karl Marx sentenció que la lucha de clases es el motor de la historia. Sin ponerlo en cuestión tal vez convenga introducir una matización: le acompaña la pulsión carnal, que no pocas veces ha hecho saltar por los aires los tableros en los que se dirimen los pleitos humanos. La Iglesia católica, que sí es de este mundo, a pesar de que pretenda no serlo, sino tan solo navegar en él, nunca ha sido ajena a las siempre difíciles de embridar pulsiones carnales, les ha dado cobijo en su seno, las ha tolerado, ocultado cuando ha convenido.Ha procurado que se cumplieran los versos del poeta: "Paredes de su casa, sábanas de su lecho: callad y que el secreto no salga de vosotras..." Pero las paredes de palacio no son infranqueables, no siempre lo que acontece en Las Vegas se queda en Las Vegas. Y ahora, en la con vulsa Iglesia católica de Mallorca, ha trascendido lo que nunca debiera haber sido conocido, lo que por el inamovible bien superior, la razón de estado de la esfera civil, jamás se ha tolerado que traspasara los límites del malévolo comentario, del "sabroso manjar para ser devorado sotto voce en un corro" por parte de las "comadres de buen tono" que animan los salones del poeta. Nada de eso ha ocurrido, porque la pulsión ha devenido en locura de amor, y ante ella no hay fuerza humana capaz de impedir que prevalezca, que se plasme en el desvarío propio de quien es capaz de todo por no renunciar al anhelo que en él ha hecho presa.

Pero también sucede que las inmutables leyes de la Física entran en acción: el caos inevitablemente se enseñorea de tales acontecimientos. Basta el simple aleteo de una mariposa para que en un insospechado lugar se desencadene una ciclogénesis explosiva. Ha hecho acto de presencia. El grácil aleteo de la mariposa de palacio ha creado una fenomenal depresión, un agujero negro que vorazmente engulle a los que han asistido embelesados al subyugante vuelo de la mariposa. Desde ese instante lo que nunca debió trascender ha pasado al escrutinio público, a ser motivo de escarnio, a constituirse en tropa de asedio de la fortaleza. No hay marcha atrás, no cabe una componenda, tan del gusto en los palacios de la colina del Vaticano. De haberse quedado a buen resguardo, en las paredes de la casa, en las sábanas del lecho, podría haberse dado con una solución aceptable: ya no, ahora hay que aceptar lo inevitable; actuar con decisión.

Es sabido que los tiempos con los que se manejan las jerarquías de la Iglesia católica se asoman al balcón de la eternidad. Se rigen por otro calendario. De ahí que lo que tenga que suceder, inevitablemente llegará, pero cuando corresponda. Un dicasterio romano, la Sagrada Congregación de los Obispos, ha tomado en sus diestras manos el asunto. La Nunciatura de la Santa Sede en Madrid ha dado el curso correspondiente al prolijo informe que se le ha hecho llegar. El Papa será informado, puede que esté ya al corriente; se tomará la decisión que más convenga a la Iglesia universal. ¿Cuál será? Sus designios son casi tan inescrutables como los del Altísimo al que invocan, pero se impone la ejemplaridad, porque el caso es público, no cabe el discreto compromiso, zanjar la cuestión sin ser piedra de escándalo. Entonces, ¿qué hacer con el pastor de la Iglesia, que al ser ungido para su alto ministerio se le encomendó apacentar las ovejas del rebaño? Que nadie albergue dudas: se actuará con contundencia. No conocemos ni el cómo ni el cuándo; sabemos que se obrará por el bien de la Iglesia.

A la espera de que lo que tenga que ser, sea, la Iglesia católica mallorquina lidia con una situación inédita. No está en disposición de acallar la difusión de lo acaecido en palacio. Los tiempos son otros. Medio siglo antes nada se hubiera sabido. No habría existido la posibilidad de paladear manjar tan sabroso. Silencio. La Iglesia podría haber hecho lo que considerara oportuno sin violentar la conciencia de los fieles. Hoy no es posible. Ahora la información es libre y las consecuencias devastadoras, incluso las personales para quien ha tenido una actuación mucho más decidida que su pusilánime predecesor en la ofensiva desatada en la Iglesia católica contra la insondable maldad de la pederastia.

Habrá quien diga que lo ocurrido no es novedad. Cierto. Las pulsiones carnales han sido una constante en los estamentos de la clerecía católica. La literatura ofrece una abundante colección de casos. Algunos francamente morbosos. Otros, lamentables. Pero la Iglesia católica mallorquina, enferma de muchos males, no contaba con añadir éste a su cargado historial clínico. No está preparada, porque lo impensable se ha materializado, a pesar de que historias comentadas en privado circulaban desde tiempo atrás. Se hablaba de asuntos que no dejaban de sorprender, aunque, al final, naturalmente, se imponía la prudencia, la discrección habitual, con lo que lo que sucede en Las Vegas, se queda en Las Vegas.

Ha tenido que ser la locura de amor la que haya desbordado los diques de contención. Ha sido un acontecimiento tan humano, tan absolutamente humano como el enamoramiento el que haya dado al traste definitivamente con la ley del silencio, el que haya desbaratado por completo cualquier intento de evitar lo que estamos viviendo. El aleteo de la mariposa ha generado una secuencia de cataclismos que todavía no han concluido. Tendrán un final, seguramente trágico, que es el que corresponde a cualquier locura de amor. No en balde determinadas relaciones personales, las que exclusivamente deberían circunscribirse a la intimidad de quienes las protagonizan, adquieren una densidad que las adentra en la dimensión desconocida, en la que los intereses, las oportunidades, el aprovechar el momento, se entrecruzan para crear una situación que acaba por salirse de madre, obligando a actuar con indeseada contundencia.

No vamos a engañarnos: la Iglesia católica sostiene una doctrina precisa, su dogma establece unas rígidas reglas de compromiso, unas normas de obligado cumplimiento, que, de ser vulneradas, se hacen merecedoras de sanción, siempre y cuando la vulneración levante pública acta. En caso contrario, es factible mirar hacia otro lado.

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