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Empalago mediático

Dicen que el exceso de información produce hartazgo y, por tanto, insensibilidad. La metralla mediática es la histeria del medio que, por temor a caer fuera de juego o lejos de la visión del espectador, se multiplica hasta el delirio. La obsesión de estar presente a todas horas y en todas partes parece ser el imperativo al que se someten los candidatos. No sea cosa que el electorado se olvide de uno y, a la hora de votar, tenga que hacer esfuerzos de memoria para recordar el nombre y la cara del susodicho. Sin duda, no confían en la capacidad retentiva del votante. De ahí la sobreexposición del candidato. En publicidad existe un efecto que parece que los candidatos y asesores pasan por alto: el del hartazgo. Ver un producto a todas horas y en todos lados, en lugar de causar la simpatía del posible cliente, lo que provoca es un rechazo sordo a ese producto que se anuncia desaforadamente. Como todo en la vida, se trata de medir las apariciones y desapariciones. Es cierto que a Rajoy se le achaca un cierto retraimiento a la hora de encarar al público. De entrada, no asiste a todos los debates y para ese debate del 7 de diciembre, que los medios de comunicación airean de forma atronadora como el "debate decisivo", resulta que el presidente envía de avanzadilla a Soraya, su antítesis, mujer pequeña, dinámica, estudiosa y con sobrados reflejos para que pelee contra Rivera, Sánchez e Iglesias. Puede ser desprecio o pereza, pero también puede ser asunto de táctica. Que se quemen los otros. En alguna ocasión, hemos criticado la inmutabilidad de Rajoy reduciéndola a tancredismo. Mientras los demás se multiplican en los platós de televisión, atienden a los periodistas y se fajan en debates y programas ligeros, Rajoy acepta una charla con Bertín, para que no digan, pero luego se inhibe ante el cara a cara. Por cierto, el propio Rajoy aún no se explica a santo de qué tanta carcajada sobreactuada por parte de Osborne. La exposición es necesaria, pero siempre en su justa medida. En fin, ya saben: que le reconozcan a uno su trabajo y no que le conozcan a cualquier precio. Hay un momento en que es difícil frenar la máquina. Y siempre hay un momento en que uno deja de ser moderado y comienza a decir y a hacer tonterías, todo sea para que la audiencia no se amodorre. Llamar la atención, aunque sea esnifando cocaína virtual, dejando caer alguna que otra calumnia o, directamente y sin problema, instalándose en la infamia. Uno no puede tener el micro en modo on a todas horas: siempre habrá alguna palabra fuera de tono, una gracia sin mucha gracia.

Por otro lado, la subexposición es otro peligro, éste por defecto. El candidato Herzog, de UPyD, es un candidato cuya discreción roza la inexistencia. Para ello, su partido ha fabricado una gallina que persigue a los candidatos sobreexpuestos para reclamar, o cacarear, mejor dicho, algo de presencia. Sin duda, su caso es el inverso: sufren de invisibilidad. Aunque también es cierto que su partido está bajo mínimos. Aun así, todos los candidatos deberían tener la suficiente cancha como para exponer sus intenciones y explicar sus programas. Morir por exceso o por perecer por defecto. De éxito o de hambre. En este último caso, que no le hablen a Garzón o a Herzog de problemas de sobreexposición. Se enfadarían, y con razón. He llevado el tema de la sobrexposición al terreno que ahora más nos concierne, el de las próximas elecciones generales, pero podría sin duda extrapolarse a otros ámbitos. Ver el rostro a todas horas de cualquier persona, y más si ésta persona trata de convecernos para que le votemos, puede llegar a causarnos un sopor cósmico, un hastío dominical, un rechazo visceral, en fin, el efecto contrario al que se pretende. Hasta el punto de evitar en lo posible su visión. Tal vez, si los candidatos fuesen algo más misteriosos y aparecieran en muy contadas ocasiones para explicarnos sus intenciones, podríamos acercarnos a sus propuestas con más interés. Sería otra forma de seducción. No tanto por su presencia, sino por sus ausencias. Aunque, uno es consciente de la época que habitamos: un tiempo que impone presencias continuadas. Y eso da mala espina, ya que significa que no confían en nosotros, en nuestra memoria y, en fin, tampoco en nuestra inteligencia.

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