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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

Tristeza, ridículo, vergüenza

En entrevista sobre Cataluña el hispanista John H. Elliott, nada sospechoso de nacionalista español, durante muchos años trabajando y residiendo en Barcelona, dice: "Dan pena las divisiones dentro de la sociedad catalana, el papel de intimidación en esa sociedad, el miedo a hablar con claridad sobre lo que estás pensando si no estás conforme con el movimiento secesionista. Eso es lo peor de esos movimientos nacionalistas, que quieren acaparar todo y no dejan que los sensatos, que sólo querrían emitir su opinión, no puedan levantar la voz". Si esto es así, y no hay motivos para ponerlo en duda, en la sociedad catalana está instalado un muy preocupante déficit democrático. Se ha venido conformando una presión social desde el propio poder político tal que si no se alinea uno con ella compromete su vida profesional. Si no de una forma abrupta y extendida como en el País Vasco, causada por el terrorismo nacionalista de ETA, que provocó el exilio de muchísima gente, esta presión social en Cataluña, mucho más sutil, también ha envenenado la atmósfera de la convivencia. Ha provocado división en la sociedad y en las familias y sólo aquéllos dotados de grandes dosis de coraje han soportado mantener sus convicciones en ese estado de alergia y prevención a todo lo que suene a heterodoxia y disidencia. Este clima mostrenco y totalitario es el que permite tachar de facha (tiene bemoles) a todo discrepante con el nacionalismo. El que provoca que disidentes como Azúa, Boadella y tantos otros busquen en otros lugares las ansias de libertad que se vivieron en Barcelona los años sesenta y setenta del pasado siglo. Tristeza es el primer sentimiento que aflora a quienes los conocimos. Los años de la Nova Cançó, el Marat-Sade de Marsillach en el Poliorama, el Estado de excepción, el Sindicato Democrático de Estudiantes, la cultura con mayúsculas, el sueño de un país democrático y solidario donde no hubiera identificación más sólida que con la palabra libertad.

Otra de las sensaciones que uno experimenta en relación al proceso secesionista es el ridículo. Como es conocido, Junts pel Sí (JpS) no obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones del 27S (62 escaños). Y la otra fuerza partidaria de la independencia, la CUP, obtuvo diez escaños. Juntas las dos fuerzas sólo consiguieron el 48% de los votos. Para poder elegir presidente se requiere en primera votación disponer mayoría absoluta (mínimo de 68 votos) y en votaciones posteriores, antes de tener que volver a repetir las elecciones en dos meses, se requiere la mayoría relativa (más votos favorables que contrarios) para lo cual se necesitan, como mínimo, dos votos favorables de la CUP y abstenciones el resto de votos de esta formación. Para aproximarse a los antisistema, JpS aceptó pactar con la CUP la aprobación, el 9 de noviembre, de una declaración de independencia que rezaba tal que así: "?Declara solemnemente el inicio de creación de un Estado catalán independiente en forma de república? Como depositaria de la soberanía y como expresión del poder constituyente, esta Cámara y el proceso de desconexión democrática del Estado español no se supeditarán a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional (TC) que considera falto de legitimidad y competencia?". Con posterioridad se ha intentado por dos veces la elección de presidente de la Generalitat sin que haya sido posible por los votos contrarios de la CUP a la persona de Artur Mas. Es decir, el movimiento secesionista que ha hecho posible una declaración de independencia de Cataluña respecto al Estado español, ha sido incapaz, hasta el momento, de acordar un presidente y un gobierno que conduzca a la tierra prometida. Al ridículo en España hay que sumarle el internacional, espacio en el que los independentistas han querido situar el proceso. Y la humillación colectiva por la subasta por entregas de la presidencia con el nombramiento de vicepresidencias con las que Mas ha perseguido la anuencia de la CUP a su persona. La CUP ha mantenido hasta el momento el veto al responsable de los recortes y de un partido con las sedes embargadas por la corrupción. Los nacionalistas de JpS se han dejado el pelo en la gatera de la CUP, pero sin pasar por ella, lo cual es mucho más grave.

Lo que ya ocasiona vergüenza es, después de aprobar la no supeditación y la desconexión con las instituciones del Estado, en primer lugar, el recurso ante el Tribunal Supremo contra la aplicación por parte del gobierno del Fondo de Liquidez Autonómico en aplicación de la ley orgánica 2/2012 de 27 de abril de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, aprobada en el Congreso con los votos de CiU (ahora Mas dice: "La autonomía ya no existe"). En segundo lugar, el recurso presentado ante el TC, dos semanas después de la declaración de independencia, contra su suspensión, al ser admitido a trámite el recurso de inconstitucionalidad presentado por el gobierno. Este recurso, del propio parlamento catalán, a través de su mesa, argumentaba que la declaración "era una simple instrucción indicativa" pero no "una disposición vinculante". Algo así como la expresión de un "deseo". Ahora, después de la sentencia del pasado miércoles del TC, la declaración de independencia ha quedado anulada. ¿Cómo se puede recurrir ante instituciones a las que no se les reconoce legitimidad y ante las que no se está supeditado?

Vergüenza siente uno ante el reclamo público de la astucia por parte de Mas como método para el triunfo del secesionismo. Es decir, la marrullería, la artimaña, la perfidia, proclamados como los valores políticos imprescindibles para la consecución de los ideales de libertad. Es el propio Mas, el representante institucional del Estado en Cataluña cuyo estatuto de autonomía deriva de la Constitución, el que declara que el adversario de Cataluña es el propio Estado. Uno entiende que la historia es, a veces, convulsa; que no siempre se han impuesto el sentido común, el acuerdo, la paz; que la historia está repleta de acciones deplorables, indignas, miserables. Pero todo aquello que ha tenido un reconocimiento, que ha merecido ser recordado, todo lo que ha tenido que ver con la épica en la historia de los pueblos, ha estado relacionado con valores que admiramos: el coraje, la nobleza, la libertad, la lealtad, el respeto a la palabra dada, el asumir riesgos en beneficio de una causa justa, la justicia? Uno puede llegar a entender que parte de una sociedad como la catalana, enferma por la acción patológica del nacionalismo abandone el "seny" para echarse en brazos de la "rauxa". Pero lo que uno no puede llegar a entender (ni imaginándose enfermo de nacionalismo) es que en vez de enfrentar a cara descubierta el "pathos" al que le conduce su propia autoafirmación, el orgulloso rebelde balbucee: "Sólo era la expresión de un deseo, nada más". Vergüenza.

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