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Antonio Papell

Vieja y nueva política

Estamos a punto de completar la legislatura, y parece que venimos de un largo viaje. En ese periodo cuatrienal, las dos grandes formaciones políticas que venían protagonizando la principal dialéctica poder-oposición han caído desde el 73,39% que todavía representaban entonces a menos del 50% de los votos. Al mismo tiempo, han surgido dos formaciones nuevas, Podemos y Ciudadanos, que han conseguido un protagonismo comparable al que aún conservan los partidos tradicionales y hoy nadie piensa ya que de las elecciones del 20d diciembre pueda surgir una mayoría absoluta, ni siquiera una mayoría 'suficiente' para gobernar en solitario o con apoyos puntuales: casi con total seguridad, experimentaremos nuestro primer gobierno de coalición en el Estado, o en su defecto un gobierno monocolor en franca minoría que habrá de acordar con otra fuerza la estabilidad.

Como se ve, el cambio ha sido relevante, pero no se limita a la variación de los actores que escenifican la representación política: ha cambiado también, en varios sentidos, la manera de hacer política. Y ha sido gracias a la exigencia de las formaciones emergentes, que plantaron cara a los protagonistas de la 'vieja política', que habían dado pruebas de una gran impericia ante la crisis y de una intolerable falta de ética en la gestión de lo público. Tales evidencias, constatadas en medio de una gravísima depresión económica que estaba arrojando al paro a millones de personas, resultaron insoportables, y la sociedad civil se lo hizo saber a la superestructura política.

El movimiento del 15M -del 15 de mayo de 2011-, todavía con Zapatero en la Moncloa y con Rubalcaba en el Ministerio del Interior, exhibió y canalizó el gran malestar social que derivaba del gran deterioro, totalmente imprevisto, de la situación socioeconómica, que se combinaba con las paulatinas revelaciones de abusos y latrocinios sin cuento. El gran movimiento social que desembocó en 'Podemos' acorraló al establishment y le obligó a reconsiderar su posición y su discurso. Y las encuestas se cernieron amenazadoras sobre las grandes formaciones, que tuvieron que reaccionar y emprender grandes cambios estructurales y estratégicos. Los representantes de la vieja política se han visto obligados a abrir sus partidos, a reconocer la obsolescencia del terreno de juego y a modificar incluso el lenguaje para admitir el protagonismo de la opinión pública y la conveniencia de democratizar sus organizaciones. Y en todo caso, PP y PSOE y tienen que contar con la presión de las dos formaciones emergentes, que se han instalado en las instituciones e irrumpirán ahora con fuerza en las cámaras parlamentarias. Su impulso afianza, además, la idea de que hay que proseguir con las reformas institucionales, de modo que la Carta Magna se ponga al día, tanto para remediar sus anacronismos cuanto para resolver los serios problemas de encaje que han llevado a Cataluña al borde del abismo.

Es bien cierto que la 'institucionalización' de las organizaciones nuevas les ha restado ímpetu y el Podemos de hoy tiene ya poco del ardor guerrero fundacional, después de pisar la moqueta de diversos despachos europeos, autonómicos y municipales. Con todo, los partidarios de la vieja política no deben hacerse ilusiones porque este viaje ya no tiene retorno: es la propia ciudadanía la que reclama las transformaciones que se han ido aplazando en los últimos tiempos, que deben devolver ciertos valores perdidos a lo público y que han de resolver unos conflictos que sólo cederán si se renuevan los consensos fundacionales y se sustituyen por otros más imaginativos.

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