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Daniel Capó

Las cuentas de la vida

Daniel Capó

El misterio de un solo hombre

Uno de los misterios del 'procés' es cómo ha llegado a girar de forma obsesiva en torno a un solo hombre, autorrevestido de un aura carismática: Artur Mas

Uno de los misterios indiscutibles del proceso catalán es cómo ha llegado a girar casi en exclusiva en torno a un solo hombre, revestido de un aura carismática: el presidente Artur Mas. Su figura es compleja, difícil de analizar, indisociable seguramente de su mentor político, Jordi Pujol. Si la significación de Pujol requerirá un análisis complejo dentro de unas décadas, cuando ni las pasiones ni los prejuicios de hoy dicten nuestras opiniones, la de Mas difícilmente saldrá de los estrechos márgenes de un advenedizo que ni supo ni quiso tener altura de miras. Como buen economista, Mas pasaba por ser un político de letra pequeña, un hombre obsesionado por la contabilidad y el difícil arte de lo posible. El Tripartit -no hace falta insistir sobre ello- fue un desastre, cuyas consecuencias sólo ahora empezamos a calibrar en su magnitud. También cabe pensar que fueron años de ingenuidad, tanto en Barcelona como en Madrid, y quién sabe si también en la Europa de la recién estrenada moneda única. El dinero fluía y con él los grandes proyectos, las infraestructuras inútiles y las promesas imposibles. La crisis llegó como un mazazo imprevisto, a pesar de que se llevaba tiempo pronosticando la proximidad de un maelstrom. En pocos años, el país se había transformado y no necesariamente a mejor: los perfiles sociológicos cambiaban -en parte debido al impacto migratorio-, las familias y las empresas se endeudaban hasta extremos peligrosos y, de repente, el sueño de progreso que había alimentando el pacto de la Transición se resquebrajó. Cuando Mas llegó al poder, su propuesta respondía a las necesidades de la estabilidad: presupuestos ajustados, apoyo a los negocios y presión en Madrid a partir de una cierta coincidencia programática. Con la ola de la indignación, sin embargo, todo estalló.

En un futuro quizá sea interesante estudiar de qué modo respondieron a la crisis Mariano Rajoy y Artur Mas. Mientras que el primero optó por seguir la máxima ignaciana de no hacer mudanza en tiempo de desolación, convencido de que el paso de los meses y los años terminaría por atemperar cualquier hipotermia emocional, el presidente catalán quiso subirse a lomos de un peligroso tigre. Seguramente los dos erraron, aunque por distintos motivos y en distinta proporción; muy distinta, de hecho. Mas inició entonces una apuesta por la ruptura que se tradujo en una conversión drástica: de hombre de orden pasó a alinearse con propuestas antisistema. Ya no sólo pretendía romper la legalidad vigente, sino cambiar por completo la ideología de su partido: de pactista a rupturista, de liberal-conservador a socio de los republicanos. Por el camino se han perdido treinta diputados, la alianza con Unió, la influencia en Madrid y la sintonía histórica con la gran patronal catalana. Como figura política, Mas seguramente ya está amortizado; ni siquiera sirve para la causa que él ha impulsado con tanto ahínco.

La CUP, por si acaso, se lo ha recordado este fin de semana. Se da una doble insistencia: la CUP no quiere a Mas y Junts pel Sí, en cambio, no acepta a ningún otro candidato. Por supuesto, la cuerda se romperá por alguno de los dos extremos, mientras la pregunta sigue siendo: por qué tanta insistencia en la figura de un candidato quemado. Si el proceso supone un acto transversal que moviliza a la sociedad catalana en su conjunto, ¿cómo interpretar el enroque de Mas? Y, si tanto ama el país, ¿por qué no realiza un último acto de generosidad y cede el mando a Oriol Junqueras, a Neus Munté o a Raül Romeva? ¿Qué esconde la tozudez del todavía president?

No lo sabemos, aunque lo más probable es que no oculte nada más que una peculiar psicología, una especie de narcisismo por el que se considera insustituible. Hace unos años, cuando se inició el procés, el propio Mas dijo que lo único que no podía permitirse Cataluña era hacer el ridículo. Lo dijo con cierta pomposidad solemne, como suele hacer. Pero a día de hoy, esto no pasa del sainete y quizás haya llegado el momento de replegar velas, convocar de nuevo elecciones y aprovechar la coyuntura de un nuevo parlamento nacional para mejorar la financiación, proteger con mayores garantías las competencias autonómicas y recuperar el sano sentido del pactismo.

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