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Eduardo Jordà

Las siete esquinas

Eduardo Jordá

Inmigrantes

Según una encuesta de GADESO, el 89% de los isleños quiere expulsar a los inmigrantes sin papeles. Leo esto en el móvil, justo cuando a mi lado, en el autobús, se instala una familia magrebí cargada de bultos y maletas. Son una pareja con un niño pequeño -tres años como mucho- que deben de acabar de llegar de su país. En el suelo del autobús están todas las cosas que ellos -imagino- pueden considerar su patrimonio: dos maletas viejas a punto de reventar, una bolsa por la que asoma un envase de cartón rojo que parece de cuscús, y un bulto de ropa liado en una tela, eso que antiguamente se llamaba un hatillo y que ahora ningún joven sabría nombrar porque aquí ya nadie lleva hatillos a cuestas. Comparados con los refugiados sirios y afganos que vagan por las carreteras de Europa Oriental, estos inmigrantes son privilegiados. Pero muy pocos de nosotros, por mal que nos vayan las cosas, querríamos ponernos en su lugar, con esos pocos bultos que ahora son todo lo que tienen. Quizá han vendido todo lo que tenían en su país, que tampoco debía de ser mucho. O si lo han dejado allí, cualquiera sabe lo que se encontrarán si algún día vuelven.

Cuando el autobús da un frenazo brusco, todos los pasajeros que vamos de pie salimos despedidos. El niño se choca contra la pared lateral y empieza a llorar, pero el padre lo coge en brazos y la susurra palabras al oído y le cuenta algo que enseguida le hace reír. Puede que alguien piense que este hombre que le susurra a su hijo es un peligroso terrorista o un sinvergüenza que ha venido con su familia a aprovecharse de nosotros y de nuestros servicios sociales. Yo prefiero pensar que es un buen hombre que sólo busca una vida decente, y que quizá, con un poco de suerte, logrará alcanzarla algún día. Ojalá sea así.

Y por supuesto que pensar eso no significa ser un tontorrón o uno de esos ilusos que creen que soltando globos de colores se arreglan todos los problemas del mundo, incluido el fanatismo incendiario de los yihadistas (nuestras facultades de Pedagogía, por desgracia, están llenas de gente así, igual que eso que se suele llamar, con retórica ampulosa, "el mundo de la cultura"). No, para nada. Pero estamos viviendo una ola de psicosis y de desconfianza que puede llegar a ser muy peligrosa. Hay gente que está convencida de que detrás de cada refugiado sirio hay un yihadista, cuando es muy probable que nadie odie más a los yihadistas -y toda la violencia que está asociada a ellos- que estos refugiados que han tenido que huir con lo puesto y que buscan una vida mejor entre nosotros. Y también hay mucha gente que está convencida de que nuestro precario Estado del Bienestar tiene los días contados. Todos sabemos que Europa se ha convertido en una sociedad con muy limitadas expectativas de crecimiento. La prosperidad de estos últimos años quizá no regrese nunca. Y estas condiciones, nadie sabe muy bien qué va a ser de nuestras pensiones o de nuestros salarios dentro de diez o quince años. Un sueldo de mil euros es un milagro para muchos universitarios. Ayer mismo, en la tele, salió un jornalero andaluz que estaba recogiendo aceituna y que resultó ser un doble licenciado en ingeniería civil y en arquitectura técnica (dos de las carreras, por cierto, más codiciadas hace sólo diez años). Y cualquiera que tenga hijos está preocupado -muy preocupado- por el negro futuro que les espera. Y cuando esto ocurre, lo más fácil es creer que cerrando las fronteras y no dejando entrar a nadie -o expulsando a los inmigrantes ilegales- vamos a conservar nuestro renqueante bienestar. Nuestras escuelas estarán menos saturadas, habrá menos listas de espera en los hospitales, los salarios serán un poco mejores, podremos disfrutar de mejores servicios. Todo eso.

Es una reacción comprensible, pero no creo que nos lleve a ningún sitio. Primero, porque no hay ninguna garantía de que expulsando a los ilegales las cosas mejoren. Y segundo, porque si se piensan bien las cosas, lo más admirable que ha pasado en estos años es que se han podido mantener todos los servicios sociales incluyendo también a los inmigrantes ilegales. Con recortes y grandes esfuerzos por parte de los empleados públicos, claro que sí, pero lo hemos conseguido. Y eso ha ocurrido en medio de la peor crisis que hemos vivido desde el crack del 29. ¿Arreglaría algo convertirnos en una sociedad histérica y aterrorizada, o mejor dicho, mucho más histérica y aterrorizada de lo que ya lo estamos, que ya es decir? En el autobús miro a esta familia de inmigrantes, y mientras el padre sigue susurrándole palabras cariñosas a su hijo, haciéndole reír, estoy seguro de que no.

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