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Pacifismo

No se puede ser pacifista a todas horas. La paz no es un estado fijo. Nada es perenne. Si se quiere la paz, a menudo es obligado guerrear, mover pieza, anticiparse, ser más inteligente. De hecho, el pacifista auténtico es aquel que está dispuesto a militar y, por tanto, a luchar a brazo partido con el objetivo de conseguir eso, la paz. El pacifista de tres al cuarto, por el contrario, es aquel que se adhiere una pegatina en la frente, rehúye cualquier conflicto y, en lugar de argumentar, se decanta por la repetición estéril y mántrica de la palabra: paz. Para ser un buen pacifista hay que ser antes un buen guerrero, pues esa paz que pregonan no es más que un sedante, una adormidera con vistas a instalarse de por vida en un estado beatífico. El enemigo, por supuesto, lo tendrá mucho más fácil con tipos como él, que antes que encarar el problema preferirá, con un hilo de voz, pronunciar la palabra mágica, la que con sólo nombrarla logrará el estado de paz mundial. Para lograr la paz deseada se exige mano fuerte y buen temple. Piensen en el nazismo, sin ir más lejos. Hasta que los demás países europeos no se pusieron firmes, la Alemania nazi campaba a sus anchas, tratando de merenderarse todo el continente. Para ello, hubo que frenarlo de forma rotunda. Nada de pancartas ni danzas cogidos de la mano. A veces, hay que ser más bruto y, en este caso, inteligente que tu enemigo. De lo contrario, puede uno ir entregándose con las manos en alto y exhibiendo una banderita blanca mientras, en tono suplicante, musita la palabra mágica: paz. Y si no, piensen durante un minuto sobre las consecuencias que hubiera acarreado una conducta pacifista ante el avance imparable de Hitler y los suyos. Pensémoslo. De acuerdo, la guerra es un horror, pero más horror es dejarse comer y, por tanto, vencer por un enemigo cuyos objetivos, piénsenlo, por favor, son nada más y nada menos que volar todos los principios, valores, logros, libertades que nuestra sociedad, sí, la occidental y por muy falsa y discutible que sea, ha conseguido mediante guerras. Piénsenlo. Si nuestros antepasados se hubieran limitado a agitar la banderita de la paz y a hacer el corro de las patatas invocando la palabra mágica, otro gallo estaría cantando ahora. Un gallo bastante más cabrón, sin duda. Nadie con dos dedos de frente goza con las guerras. Ahora bien, a veces hay que decantarse, definirse y defender lo defendible. Y no estoy hablando de bombas, o no sólo de ellas. Sino de inteligencia. Existen otros frentes que es necesario atender.

Los periodos de paz que disfrutamos son fruto de una guerra previa. Antes hay que haber liquidado a alguien. La paz no es una hamaca en la que nos echamos la siesta mientras gozamos del suave balanceo. La paz, como muchas libertades, se logra mediante una lucha. Una lucha que necesitamos vencer. Cuánto maniqueísmo, dirán algunos. Sin duda. Y qué. No es suficiente, como algunos ingenuos siguen pensando y afirmando, con nombrar la palabra: paz. Se olvidan de que para conseguir la paz es necesario haber vencido al enemigo. Y si siguen creyendo que no existe ningún enemigo en el horizonte es que, o bien son imbéciles o bien son idiotas. No hay otras opciones. El belicismo me cae muy lejos, pero me niego a aceptar que todas, absolutamente todas las guerras son innecesarias. Pueden ser indeseables, pero aquí los deseos de cada cual importan bien poco cuando hay una exigencia que nos supera. Nos han declarado la guerra, y podemos mirar hacia otro lado y ponernos a silbar nuestra canción preferida. Por tanto, el pacifismo a cualquier precio, que se jacta de ser la opción moral por antonomasia, cae justamente en la irresponsabilidad al renunciar a la lucha y dejarse arrebatar las libertades logradas. Un gobernante que lleve su pacifismo hasta sus últimas consecuencias es un ser peligroso, ya que no responderá a los golpes del enemigo y, por tanto, será responsable de conducir a su país a la rendición total y, por tanto, a la derrota y al desastre. La paz a cualquier precio puede degenerar en humillación y, en según qué casos, puede llegar a ser incluso indecente. Lograr la paz es una obligación moral, lo más deseable. Por supuesto, no nos gustan nada las guerras. Faltaría más. Ahora bien, el pacifista, para conseguir la tan ansiada paz, tendrá que arremangarse y combatir, a menudo de modo violento, contra quien le ha declarado la guerra. Sería inmoral si no lo hiciera, pues dejaría vía libre al fanático, dejándole la victoria en bandeja. Y, lo siento, pero no estamos para permitirnos semejantes lujos.

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