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Antonio Papell

Ni buenismo ni indolencia

John Carlin ha publicado un artículo inteligente en que critica al idealista europeo de izquierdas que culpa a Occidente del fenómeno yihadista. Concretamente, señala al británico Jeremy Corbyn, nuevo líder del laborismo, y al norteamericano Bernie Sanders, candidato demócrata a la presidencia de EE UU, por sostener "con irreductible vigor" tras los atentados de París que las intervenciones militares de Occidente en Oriente Próximo crearon el fenómeno yihadista.

Es claro que, en nuestra creciente globalización, todo tiene que ver con todo cada vez más, que las correlaciones en materia de política exterior son ciertas y seguramente inevitables, y que por lo tanto no podemos desentendernos legítimamente de las consecuencias de nuestras actuaciones. Sin embargo, las relaciones de causalidad son casi siempre muy difusas, y carecería de sentido objetivarlas sin demasiado rigor porque llegaríamos siempre a conclusiones equivocadas.

En el caso que nos ocupa, que es interesante y actual porque tiene consecuencias directas en la política interna „es evidente que nuestros partidos están mirando de reojo las elecciones del 20D cuando hablan de terrorismo y de política exterior„, el desentrañamiento de lo que ocurre realmente es complejo. Parece claro que la intervención en Irak acordada por el "trío de las Azores" desestabilizó la región en lugar de apaciguarla y abrió la puerta al radicalismo religioso en una zona en que convivían con relativa tranquilidad suníes y chiíes bajo un gobierno autoritario laico. Pero, puestos a indagar, habría que preguntarse si tras la efervescencia actual no hay que buscar otras causas capaces de explicar el caos, que dura más de cincuenta años: una descolonización desastrosa de la región, la forma abrupta como se estableció el Estado de Israel en los territorios palestinos o la condescendencia de Occidente con Arabia Saudita y con las demás monarquías del Golfo, verdaderas satrapías que han alentado y financiado el salafismo y, en general, el expansionismo suní y que sin lugar a dudas contribuyen actualmente a sostener el ISIS mientras Occidente mira piadosamente hacia otro lado. Sin emitir la menor crítica cada vez que salta a los medios alguna violación repugnante de los derechos humanos o de los más elementales criterios de igualdad de género.

En muy cierto, en cualquier caso, que Occidente tiene que armarse sin demasiadas contemplaciones para defenderse de las inicuas agresiones que cometen los radicales de las distintas ramas del salafismo. La respuesta francesa a los atentados de París resulta inobjetable, y es muy lógico que la brutalidad cometida haya generado una potente corriente de solidaridad que está desembocando en una creciente cooperación militar contra el DAESH en Siria entre el Reino Unido, Estados Unidos, Rusia y la propia Francia (a pesar del desafortunado incidente del derribo de un avión ruso por Turquía, que tiene claves también muy complejas). Y esta respuesta tardía a la gran provocación islamista significa que Europa no puede inhibirse ante lo que ocurre a su alrededor. La UE debería adoptar una posición beligerante en la búsqueda de la paz entre israelíes y palestinos y debió haber prestado ayudas más sólidas a los países que ensayaban las "primaveras árabes". Bruselas tendría, en fin, que practicar una auténtica política exterior en Oriente Medio, capaz de arbitrar en los conflictos regionales y de prevenir tensiones evitables. La UE debería en definitiva reconocerse como potencia política y militar, con sus obligaciones y deberes en su zona de influencia. En vez de arrugarse con indolencia, de contemplarse introspectivamente y de reaccionar tan sólo cuando recibe una salvaje agresión.

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