Este informe sobre el hito urbano de Sa Feixina tiene como objetivo señalar que la conservación de un determinado hecho arquitectónico o urbano no puede depender ni de las intenciones de su promotor, ni de los deseos de su creador, ni tampoco de la lectura, interpretación o simbolismo que se le pueda atribuir. Para fundamentar esta aseveración es conveniente analizar unos ejemplos históricos que son significativos de las posturas que otorgan a la conservación una primacia sobre la destrucción. Las conclusiones que se derivan del análisis de los casos que se mencionan a continuación y, también de otros muchos, ponen de manifiesto que el reempleo y la reutilización suponen la postura más práctica e inteligente frente a la destrucción que siempre se caracteriza por su inutilidad. Los argumentos que propugnan la desaparición de cualquier elemento arquitectónico o urbano, vistos con la perspectiva que les da el paso del tiempo, son gratuitos, aunque deriven de razones justificadas que podemos llegar a comprender e incluso compartir. Entre ellas, el infinito dolor que padecieron las víctimas de la vesanía de sus promotores. Pero, ni las intenciones del constructor primigenio ni la comprensible reacción ante ellas, tienen en cuenta que el objeto o manufactura son sólo el soporte de los contradictorios significados que uno y otros le puedan atribuir. Si acudimos al símil lingüístico son sólo una parte de la arbitrariedad del signo y la fluctuante relación entre el significante y el significado es una convención que felizmente se puede forzar o transgredir.

Veamos algunos ejemplos del pasado.

Desde sus inicios, los Padres de la Iglesia cristiana consideraron a la religión pagana como una obra demoníaca. En consecuencia todos los templos, áreas y ambientes, incluso los naturales, que tuvieran relación con el culto pagano fueron intepretados en este sentido y por tanto se propugnaba su destrucción radical. Esta postura se fundamentaba en razones teológicas, pero también era una reacción emocional solidaria con todos aquéllos que habían padecido el martirio precisamente por no aceptar realizar los ritos que en estos ámbitos se realizaban. La demolición formaba parte del deseo de descontaminar una arquitectura, zona o terreno que encarnaba el dolor más extremo. Si atendemos al sentimiento y al sacrificio es una reacción lógica, pero llevada al extremo provocó actuaciones casi incomprensibles. Porque se llegó a proponer la demolición del templo cristiano sobre el Gólgota, iniciado por Constantino, por considerar que este lugar era demoníaco; e incluso, se talaron bosques sacros paganos por creer que sus árboles eran malditos. Pero con el paso del tiempo, en torno a siglo VI, se impuso una postura más equilibrada y práctica. Era algo tan sencillo como cambiar el nefasto significado originario, con todas sus connotaciones negativas, por uno nuevo que redimía gozosamente a unas arquitecturas, piedras y lugares que evidentemente no tenían ninguna culpa de las tropelías que en ellos habían realizado los hombres. Esta respuesta aunque tardía implicó la transformación de los templos paganos en iglesias, lo que representaba la ruptura de la barrera convencional entre significantes y significados tal como se había concebido hasta el momento. No hablo ni de arte, ni de patrimonio, es una cuestión de lectura: a partir de la transgresión de la dualidad del signo las mencionadas arquitecturas y lugares pasaron a ser leídos de otra manera. Este cambio no sólo afectó a la conservación de monumentos insignes (Panteón de Roma) pues abarcó a otros muchos.

Posiblemente el ejemplo mas significativo de la capacidad de absorción de variados significados, funciones y usos sea la catedral de Siracusa. No es este el lugar para esbozar su larga historia, pero puede ser pertinente señalar que pasó de ser templo griego, a lugar de cultos rústicos separados de la religión oficial; y, posteriormente fue iglesia, mezquita y finalmente catedral. El resultado de estas visisitudes es una arquitectura irregular, extraña y fuera de orden, en realidad un palimpsesto, que manifiesta las capas entremezcladas y parciales de las diversas épocas y actuaciones. Pero sus columnas dóricas todavía cobijan al visitante en una arquitectura heteróclita, que revela la rotunda persistencia de la forma por encima de cualquier otro tipo de usos y significados.

Pero pasemos a los objetos del mal llamado mobiliario urbano. Entre ellos, tal vez los más significativos sean los obeliscos. Es conocido que Roma ostenta el mayor número de ellos; cuatro, los más imponentes, sirvieron para establecer los puntos esenciales de la actuación de Sixto V en la ciudad, pues visualizan las intenciones del pontífice para conformar su proyecto de Roma católica y moderna. Pero no podemos olvidar que habían cumplido otras funciones: parte esencial de los templos egipcios, trasladados como botín a Roma, pasaron a formar parte de la espina de los circos; por lo tanto, perdieron el simbolismo religioso para ser una simple decoración en el ámbito del espectáculo. Abandonados por siglos, el pontífice los quiso recuperar y colocar en los puntos claves de su actuación urbana. Pero existía un problema: algunos de ellos conservaban los jeroglíficos en la superficie de sus caras (por ejemplo, el lateranense y el flaminio). Y aquí vuelven a surgir las reticencias: ¿Qué significaban aquellas inscripciones? porque faltaban doscientos años para que se pudiera comprender su significado. Para algunos eran el vehículo para perpetuar la maldad o la superstición. Pero, para otros, era muy sencillo y práctico superar cualquier suspicacia: bastaba colocar una cruz en su vértice y toda maldición quedaba conjurada. Otra vez persiste la idea de valorar la forma del objeto por encima de sus significados y las piedras reciben sin problemas las nuevas intenciones.

(*) Profesor emérito de la UIB