Diario de Mallorca

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José Carlos Llop

Roda el món i torna al Born

El aleph de Borges es un punto misterioso donde se contempla e interpreta la vastedad del universo. El lugar -escribe Borges- donde están, sin confundirse, todos los lugares del orbe, vistos desde todos los ángulos. En el cuento del argentino, el aleph se esconde en un sótano que hay bajo el comedor de la casa de unos amigos. ¿Alguna vez se han preguntado donde está el aleph de Palma? Yo lo he visto desplazarse desde Cort hasta la plaza Pío XII, después Rei Joan Carles, y ahora -creo- de les Tortugues, que es como se la conoce popularmente desde que a finales del XIX se reformó el Born, más o menos tal como lo conocemos. Más o menos, insisto, porque hasta las leonas cambiaron: de lucir un pecho generoso y al desnudo, pasaron a otro más reducido y semicubierto con ornamento egipcio. Entre ambas mutaciones, sospecho que en el Born hubo un momento que estuvo nuestro aleph.

El aleph mallorquín no es como el aleph del cuento de Borges, sino al revés. No se encierra en un sótano oscuro sino que está a plena luz del sol. No está para que lo contemplemos sino que está porque nosotros lo tallamos en el tiempo. Nuestro aleph es ese lugar donde nuestras palabras relatan distintos fragmentos del mundo y con ellas construimos nuestra visión de ese mismo mundo, la que nos identifica en su diversidad. Cuando los palmesanos paseaban por el Born en dirección a La Riba -es decir, al mar- y regresaban luego hacia sus casas, tejían entre todos el aleph de la ciudad y en él quizá no se encerrara el universo, pero sí el mundo conocido, desde Nueva Orleans o Indochina hasta Guinea Ecuatorial o Madagascar. Roda el món i torna al Born.

Ninguno de nosotros ha conocido ese Born. La generación de nuestros padres aún sí; la nuestra, no: era un paseo vacío, eso recuerdo sobre todo: el vacío. Las generaciones que vienen después ya lo conocieron de otra manera: con skates y bicicletas y gran enjambre adolescente -chillones como estorninos- los viernes por la tarde. Hasta llegar a las terrazas. Las discutidas. Las del referéndum. Como aquel de los XXV años de Paz, que fue donde los que no nacimos en una democracia, aprendimos lo que quería decir la palabra referéndum. O sea: se vota y luego sale lo que quiere quien manda. Y por lo ocurrido en Catalunya, también puede definirse de otra manera: se vota -o no- y salga lo que salga, quien lo convoca gana siempre, aunque pierda. Algo así como un artificio circense debe de ser el referéndum, un dado trucado que caiga como caiga, cae en seis.

Así que entre el aleph y el referéndum está el Born, sujeto pasivo desde que pasaba por él sa Riera y se celebraban las justas caballerescas, hasta la peatonalización de uno de sus laterales y la acampada posterior de varias terrazas donde se sientan los turistas y los palmesanos que no quieren ser vistos (todo insular sabe que el aire libre es el mejor camuflaje). En el Born que conocí, sólo había dos terrazas: la del Bar Antonio -que siempre estaba vacía: como su interior, éste sí idóneo en los 70 para citas clandestinas,- y la del Miami, que sustituyó -sólo en cierto modo y durante pocos años- a la del clausurado bar Formentor. Aun así, el vacío del Born era metafísico y de no haber sido un paseo isabelino podría haber pasado por un paisaje de De Chirico. Con el Pla Mirall llegó el cambio de farolas -hace un mes, poco antes de las ocho de la mañana, una de ellas, como en Ben-Hur, estuvo a punto de matarme al derrumbarse- y la sustitución de las hidrias de piedra hechas en Sa Roqueta por unas chinas de metal, que son bastante horteras y además asesinas: al calentarse en verano, matan las raíces de las plantas. Se ve que el Born incita a los cambios y ese magnetismo mutante nos habla de alguna manera de su pasado de aleph urbano. ¿De ahí también el referéndum?

Ya que estamos, por qué no se convoca un referéndum para decidir si devolver el Born a su estado anterior. Con circulación a ambos lados y no con ese paseíto lateral donde los adultos parece que vamos de invitados y aún creemos que en cualquier momento puede arrollarnos un coche de frente. La reforma del Born fue una reforma manca y rara, que choca además con la memoria del ciudadano. Años después sigue despistándole. Tanto puede morir atropellado en el lado del Sollerich como esperar en vano, ya dije, que lo embistan de un momento a otro en el lado opuesto. Y sin embargo nadie lo somete a referéndum. Si el nuevo Ajuntament no quiere terrazas en el paseo del Born, que las quite. Y si las quiere, que las deje. Así de sencillas son las cosas a veces. Pero que no consulte al ciudadano, responsabilizándole de la decisión municipal como hizo Pilatos -en vez de agua, papeletas-. Mejor que guarden los referéndums, digo yo, para asuntos mucho más serios y que inciden de verdad en la calidad de vida de todos. Los hay y no pocos. (Sin olvidar que el Born iluminado en Navidad -de Tortugas a la Reina, ambas incluidas-, es uno de los paseos más bonitos de Europa: comparen si no).

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