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Quedamos en Le Carillon

Nos quieren tristes y oscuros, amedrentados y sumisos y sin noticias del pensamiento libre. Una brasserie, una sala de conciertos, una terraza son el símbolo del mal, del paganismo, del joie de vivre. Estos fanáticos lo han aullado en más de una ocasión: "no os dejaremos vivir en paz." Piénsenlo un instante. Si ellos ganan, ya sabemos lo que nos espera. Dos estrategias para un mismo objetivo: vencernos. La estrategia pacífica consiste en aumentar su demografía, su número mediante el vientre de sus mujeres. La vía violenta, en fin, ya la sabemos: un surtido de masacres. Tras este ataque, sólo caben dos alternativas: o nos hundimos o nos hacemos mucho más fuertes. Por supuesto, no pensemos ni un segundo en la primera posibilidad. Nos quieren acongojados, siempre alerta y temblando. Y la solución no es la trinchera, el encierro o los toques de queda. Tal vez, tras el golpe, pero a partir de ahí hay que ir llenando de nuevo las brasseries, los cines, las calles y las terrazas, los parques y la ciudad entera. Aún más: ante la euforia diabólica y las certezas trastornadas de estos militantes de Dios, hay que defender con uñas y dientes la melancolía parisina, el cafard dominical de esa muchacha pálida, enferma de Duras y cuya soledad se exhibe en el Metro, parapetada tras un libro. Quizá no soy todavía ese ser equidistante que muchos se jactan de ser y lo airean a la mínima ocasión, y en el fondo no son más que seres vacuos cuya indiferencia lo iguala todo. Todo para quedar bien. Uno, sin embargo, pone bajo sospecha tanto igualitarismo empático, por decirlo del algún modo. Quizá, ya digo, soy demasiado europeo para que mi dolor se reparta de forma equitativa por todo el orbe. Lo que aquí está en juego es nuestra cultura y nuestro modo de entender y vivir la vida. Quienes ametrallan a cientos de personas en Bataclan, Le Carillon, le Petit Cambodge, la Bonne Bière y el Belle Équipe trabajan al servicio de su Dios y pretenden acabar con nosotros. Sí, he dicho nosotros. Ése es su gran plan: destruir lo que para ellos representa la encarnación del placer mundano, en fin, el mal con mayúsculas. Aquí hay dos bandos bien diferenciados, y quien todavía lo esté dudando que se vaya dando prisa en definirse. Ellos lo tienen muy claro: "tendréis miedo el resto de vuestros días, tendréis miedo incluso de ir al mercado." Su misión es doblegarnos y expandir su credo. Y si Europa y, por extensión, el mundo occidental persisten en su peor versión de la tolerancia, ese pacifismo de tres al cuarto que sólo sirve para cantar pijadas cuando las cosas van sobre ruedas, entonces habrá que atenerse a las consecuencias. Si seguimos con esa retórica estéril del "agotar vías de diálogo o tender puentes para el entendimiento", entonces es que no se ha entendido nada. Hablar, ¿sobre qué? Mejor callar, y actuar con inteligencia. Y Anonymous puede ser un buen compañero de viaje.

Pero, a lo que iba: hay que seguir acudiendo a las brasseries y bistrots, aunque sea con un ojo puesto en la copa, en la omelette, en la boca de esa chica que nos habla en un francés acelerado y cristalino y el otro en la acera, por si a los fanáticos se les ocurre volver con más metralla para cortar de cuajo la conversación. No es fácil, pero hay que intentarlo. Seamos un poco como ese rastreador de libros, ese bouquineur que, en lugar de esconderse durante los ataques aéreos y mientras suenan las alarmas, persiste en recorrer las orillas del Sena como si nada ocurriera. Esto lo anota Jünger durante el verano de 1943. Se me ocurren pocos lugares más delicados y civilizados que esas brasseries acristaladas. Lugares que suavizan y humanizan la soledad de cada cual. Lugares en los que se conversa, se observa la vida y se anotan frases en las moleskines.

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