Diario de Mallorca

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En primer plano

Poco a poco va asimilándose el horror que, una vez más, se abatió sobre París el pasado fin de semana. Paradójicamente, este horror dejó de sorprendernos hace mucho. Porque, ¿cuántas veces no hemos visto ya los testimonios de la misma locura, las consecuencias de la misma crueldad a sangre fría? Raro es el día que los noticiarios no ofrecen imágenes desoladoras parecidas en diferentes latitudes, escenas sangrientas que unen al ser humano en idéntico dolor. Al espanto de las primeras horas siguió otro espectáculo familiar: las calles llenas de gente; flores y las velas en el suelo; el mensaje "No tenemos miedo", escrito con el temblor de quien quizá no esté aterrado por él, pero sí por sus hijos, por sus padres, por sus amigos. A la puerta de uno de los restaurantes donde se produjo el ataque, una joven madre miraba a su bebé, emocionada, y decía al reportero: "No sé cómo protegerlo".

Acaso ese desconcierto, ese estupor, sea lo que mejor refleje el pérfido efecto de la barbarie. La sociedad civil, anonadada, queda inerme, y en ese momento está en manos de cualquier desaprensivo. No sólo del terrorismo, sino de quien, al calor de la estupefacción, ve una oportunidad de llevar el agua al molino de sus propios intereses. Las condenas por los atentados empiezan a mezclarse con el rechazo a los inmigrantes y a los refugiados que malviven en condiciones pésimas en la vieja Europa. Y al terror lo sigue su hermano, aún más terrible: el miedo. Para combatirlo daremos una nueva vuelta de tuerca a nuestro blindaje, algo que, suponemos, nos librará de todo mal. Una solución puramente cosmética. Ningún acto surgido de la mano del hombre, ni el más atroz, nace por generación espontánea. El auge del terrorismo tiene causas y patrocinadores. Y nuestra sociedad podría plantearse, por ejemplo, por qué prospera el semillero de jóvenes que deciden sumarse a las filas de la muerte. ¿Qué le ofrece la vida en Europa a esta juventud, que opta por convertirse en asesina?

Hoy quedan en segundo plano otros temas, como la exaltación del lenguaje políticamente correcto al más alto nivel del Estado. Un modelo clásico de dicho lenguaje aparecía en las -inefables- versiones que James Finn Garner hacía de los cuentos infantiles. Así comenzaba El flautista de Hamelin: "El pintoresco pueblecito de Hamelin poseía todo cuanto una comunidad puede desear: industrias no polucionantes, un tráfico ordenado y una amplia y equilibrada diversidad etnorreligiosa. De hecho, sus autoridades habían logrado ilegalizar o proscribir todos aquellos elementos que podrían haber impedido a sus ciudadanos el desarrollo de una existencia gratificante y confortable. Todos, esto es, menos el depósito de caravanas y remolques"... ¿No les suena un poco al curioso término desconexión, tan pretendidamente inodoro, incoloro e insípido, y ahora tan de moda?

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