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Columnata abierta

El misterio de Etiopía

Amenudo huele a excremento, y abundan las moscas. En las tierras altas del norte, algunos niños apedrean a los extranjeros desde lejos con una honda, sin maldad, por pura diversión. Cuando llueve en la época seca, el agua convierte los senderos de montaña en una masa uniforme de fango oscuro y pesado que se pega a las botas sin remedio, e inunda las tiendas de campaña como si fueran de gasa fina. En esos momentos, empapado a más de tres mil metros de altitud, uno renuncia a imaginar lo que debe ser la vida en este lugar durante los meses de precipitaciones torrenciales. El agua que bebes es una trampa para el organismo a cada sorbo, y estadísticamente es difícil escapar a una diarrea a partir del quinto día de viaje. En mitad de la noche, una veintena de perros salvajes se pelean por los huesos de la cena a unos metros de tu saco de dormir, separado de ellos por un par de cremalleras. Me quedan tres cuartas partes de la columna para explicar por qué Etiopía es un país fascinante que sacude el alma de cualquiera capaz de soportar estas incomodidades, y algunas más.

La razón es el misterio. En Debre Damo, cerca ya de las llanuras de Eritrea, hay un monasterio ortodoxo del siglo VI encaramado en lo alto de un abrupto acantilado. Ayudado con una cuerda de cuero por alguno de los monjes, se accede a él trepando veinte metros por una roca lisa y vertical. Cuando alcanzas la entrada y recuperas el resuello, inicias el viaje en el tiempo hacía una forma de vida tan pura y ascética que no parece real. Pero la piedra calicostrada de las edificaciones es de verdad, y compone un ejemplo asombroso de arquitectura axumita en un área de medio kilómetro cuadrado en lo alto de una colina escarpada, casi inexpugnable. ¿Cómo subieron las piedras hasta allí? ¿Quién pudo transportarlas hasta la cima? Nadie lo sabe. La leyenda dice que una serpiente voladora llevó al monje fundador hasta aquel lugar, pero no explica nada sobre los inmensos bloques areniscos que allí se encuentran. Debre Damo se encuentra a un par de horas en coche de Axum, fundada en el siglo III antes de Cristo y capital de un poderoso imperio del que poco se sabe. Lo que no alcanza la arqueología, o la historia, lo cubre la imaginación, y es una delicia escuchar a los guías locales elucubrar en sus explicaciones como si contaran un cuento para niños antes de dormir. El Palacio de la Reina de Saba, los monjes custodios del Arca de la Alianza que fallecen pronto por permanecer expuestos a su energía descomunal, los gigantescos monolitos funerarios, las tablillas multilingües encontradas por campesinos... todo desprende un aire enigmático tan delicioso que disuade de acercarse a la verdad científica.

Escribo este artículo en otra ciudad extraña y aislada. Ninguna carretera asfaltada llega hasta aquí. Encaramada a más de 2600 metros de altitud, Lalibela está rodeada por las montañas de Lasta, en una ubicación asombrosa por lo imposible. El conjunto de iglesias esculpidas en la roca, conectadas por túneles oscuros desde hace más de un milenio, no encuentra una teoría unánime capaz de racionalizar esta maravilla de la humanidad. El sacerdote de Bet Abba Libanos cuenta solemne que el santuario fue construido en una sola noche por la esposa del rey Lalibela. Cuando detecta tu sonrisa disfrazada de asombro, aclara que fue ayudada por un coro de ángeles, y entonces no queda más remedio que asentir con seriedad. Sin embargo, aunque parezca increíble, tampoco es éste el mayor misterio de Etiopía.

Ryszard Kapuscinski dedicó uno de sus mejores libros a un personaje tan fascinante como terrible. El emperador Haile Selassie gobernó Etiopía durante medio siglo XX con mano dura cubierta de guante paternalista, y el relato tragicómico que Kapuscinski hace de este sátrapa disfrazado de benefactor del pueblo ayuda a comprender la importancia de la educación para no resignarse al hambre, la miseria y la corrupción de los poderosos. Hoy Etiopía sigue siendo uno de los países con menor renta per cápita del mundo, pero una gran mayoría de su población infantil está alfabetizada. Hay institutos y escuelas en todas las ciudades, pero también ubicadas en los valles más remotos, a varios horas caminando desde poblados estables, que acogen a sus alumnos en régimen de internado. El gobierno proporciona gratuitamente los libros a todos los estudiantes, pero no el material escolar. El gran misterio de este país radica en los rostros de estos niños, sin iPhone pero alegres, sin actividades extraescolares pero contentos, con su cuaderno bajo el brazo y una inmensa sonrisa en la boca, riendo a carcajadas entre ellos y con los extraños, dignos y radiantes en su pobreza. Si entendemos la instrucción y el conocimiento como un camino hacia el desarrollo personal y la felicidad, algo está fallando estrepitosamente en nuestro mundo rico, tecnológico y agresivo, de menores caprichosos y adultos cabreados por cualquier nimiedad. Ya sabemos que es una cuestión de expectativas creadas, por eso merece la pena pasar algunas penalidades si aprendes la lección de una criatura de ojos brillantes que sólo te pide que toques su mano y le regales un bolígrafo.

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